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Columna
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Rugiendo Aznar, callando Pujol

Me decía un historiador crítico con la figura de Lluís Companys: "Tuvo una vida caótica y contradictoria, pero murió con gran dignidad. Supo morir". Curioso razonamiento, como si existiera una forma de morir mal cuando a uno le condenan a muerte por ser un presidente democrático y lo fusilan en el paredón. Aunque hubiera gritado, y llorado, y suplicado, y aunque nunca hubiera efectuado ese bello gesto de descalzarse -para pisar Cataluña en el momento de morir-, Companys siempre habría sido digno en su muerte. La dolorosa dignidad de la tragedia, incluso bella a pesar de la maldad que la provoca. No sé. Por falta de información sólida -¿dónde está la gran biografía de Companys que alguien tendría que haber escrito?- no me atrevo a discutir el carácter polémico de la vida del presidente mártir, seguramente tan poliédrico como inclasificable. Pero desmiento el carácter excepcional de su muerte. Toda víctima asesinada impunemente está revestida de una gran dignidad, más allá del gesto final que culmine su vida.

Sin embargo, es cierto. Los finales pueden otorgar o quitar dignidad a una densa biografía, especialmente si hablamos de finales profesionales, despojados de la grandilocuencia trágica. Saber marcharse bien de un sitio es casi tanto como haber estado bien, y siempre más que haber llegado. La poética del inicio y la prosa del final... Buena o mala prosa, según adjetive cada cual el sentido del momento. Y como de todo hay en la viña del Señor, especialmente si dicha viña es un mercado persa, estos días de cambio histórico han venido sobrecargados de inicios y finales, y todos han marcado estilo, incluso para mal. Llega Maragall a la Presidencia y llega bien, suavecito, con esa carita de niño sorprendido que se le puso en la noche electoral, pero ya lavado de cara, feliz de estar, amable de querer, vestido con sus mejores galas de presidente para todos y para la historia. Aunque los inicios son sólo eso, la puerta de entrada de una larga narrativa, empezar bien es, sin duda, una excelente forma de empezar. Llega Artur Mas a la alta categoría de líder de la oposición, y llega mal, bronco, irritado con poco disimulo, también sorprendido de que esa precipitada entrada gloriosa, todos firmes, que hizo el hombre en el Parlament, no haya concluido en una feliz presidencia. Maragall quiere ser el presidente de la Cataluña ilusionada, y Mas, el líder de la Cataluña cabreada, o así lo parece si ponemos subtitulo al titular gestual del día.

De todas formas, iremos viendo. El mundo empieza hoy, para alegría o tristeza de ambos y de todos, y la Cataluña año cero, nacida después del ciclo milenario pujolista, ya no es una quimera progresista, sino una rotunda, densa y sugerente realidad. Podríamos decir que Cataluña ya tiene quien le escriba...

Pero si unos llegan, bien o mal, incómodos o sorprendidos, felices o circunspectos, otros se van, haciendo puerta o dando portazo, según propia elección. Ahí tienen esa foto para la historia: la larga escalinata descendente, y el hombre que la camina, solitario en su mutis, el paso tranquilo, el gesto honorable. Pocos minutos antes, la conjura de los números le había marcado el toque de salida: artículo 51 del reglamento, el que regula la Presidencia de la Generalitat; 74 votos, los que convierten a Pasqual Maragall en presidente; las 18.10 horas... Como un reloj parado, suspendido en el tiempo del cambio, inmutable a los destrozos que causa. Si Pujol estaba triste, supo tirar su tristeza al saco roto de las emociones íntimas. Si estaba indignado, militó en el fino camuflaje de la cortesía. Si estaba tosco, como tantos de los suyos, supo ser simplemente amable, perfectamente consciente de la solemnidad del momento. Quizá sea esa la palabra: solemnidad. Solemnidad en la mirada de dos hombres serenos que se estaban traspasando, en ese preciso instante, la pluma con la que escribir la historia. Incluso el silencio de Pujol fue un silencio de categoría, libre de las palabras que no dijo en el momento en que no tocaba decirlas.

¿Cómo era aquella anécdota que oí explicar a Carles Sentís sobre una baronesa rusa? "Usted ha aprendido a hablar nada menos que en 11 idiomas...". "No. Yo he aprendido a callar en 11 idiomas". Como José María Aznar no habla nada de nada, a excepción del castellano tejano y del catalán íntimo (tan íntimo que nos desapareció el día que lo presentaron y aún andamos buscándolo), debe de pensar que el silencio no es una virtud culta, sino una debilidad estúpida, y ahí está, rugiendo palabras de desprecio, atropellado de tanto adjetivo descosido, tan henchido de vanidad verbal que parece un pavo real del diccionario. ¡Qué final tan brusco, tan tosco, tan falto de finezza, tan nada de sutileza, tan todo de prepotencia! ¡Qué mal final para una decisión digna! No sé si Aznar es un tipo profundo, aunque ha demostrado ser constante. No sé si es un leído, aunque cita poetas raros, tongo tongo... No sé si es el hombre de convicciones que, a pesar de todo, parece ser. Pero viéndolo estos días en el Congreso como un potro salvaje, incapaz de militar en la alta categoría que todo momento solemne merece, recuerdo aquello de la bondad y la inteligencia. "La bondad es una forma de inteligencia", dicen... Y el mutis ruidoso de Aznar así lo confirma. Hay que ser muy listo para ser tan poco inteligente...

pilarrahola@hotmail.com

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