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Columna
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Lo que puede pasar

Qué más quisiéramos algunos vascos que aquí también se cambiara de gobierno, como en Cataluña, y alcanzar ese efecto tan higiénico para la democracia que es la alternancia. Qué más quisiéramos volver a aquellos gobiernos transversales de coalición, cuando teníamos a un PNV débil (y por ello democrático), que funcionó tan bien hasta que ese partido creyó que tanta normalidad le podía llevar a la oposición, como le ha pasado a CiU.

En Cataluña ha pasado todo eso. Han cambiado de Gobierno, lo que es una alegría, aunque existan excesivas incertidumbres que nos permitan levantar todo tipo de hipótesis: si ERC se moderará o se instalará en un discurso nacionalista radical, si el PSC va a influir en su moderación o va a pasar exactamente todo lo contrario. De hecho, lo primero que ha hecho Cardod Rovira, antes de firmar el pacto de gobierno, es venir a Euskadi a expresar sus simpatías por el plan Ibarretxe.

Si cunde el ejemplo de Maragall, el PSOE corre el riesgo de que cada barón autonómico se dedique a cuidar su huerto
Lo peor que nos puede ocurrir a los vascos es que la reivindicación catalana ponga en tela de juicio nuestro Concierto

No vamos a hacerle caso al PP y al Gobierno central, que hacen política electoral creando alarmismo y crispación. Meditemos serenamente sobre los anuncios de un posible referéndum, también en Cataluña, y de un Tribunal Superior catalán como última instancia judicial. Más creíble es la reforma de la financiación, por la que los catalanes aportarían menos al Estado. Un planteamiento lógico a la corta: lo que yo pago, para mí, con lo que no sólo no habría organización política con capacidad para garantizar la convivencia social, sino tampoco un sistema de Seguridad Social y de solidaridad. Pero en esta tendencia taifeña, hija de la crisis de la izquierda que padecemos, lo peor que nos puede ocurrir a los vascos es que la reivindicación catalana ponga en tela de juicio el excepcional sistema de financiación de Navarra y Euskadi; que la puesta en crisis del actual sistema descubra nuestra excepcional situación nada igualitaria con la del resto de los españoles; que el resto de los españoles abran los ojos y, descubriendo la falta de igualdad, acaben asumiendo que la desigualdad basada en particularismos y en la tradición, en la discriminación, fomenta el conflicto. Y que acaben asumiendo -algo bueno debería tener- las virtudes del republicanismo (libertad, igualdad y fraternidad) frente a estos neorrequetés del siglo XXI.

Eso sólo en el caso del debate sobre la financiación que proponen los catalanes con ciertas ínfulas soberanistas, pero en el caso de que España realmente se desarticule, y lleguemos a la independentzia, no sé yo a qué primos de españoles les íbamos a cobrar nuestra financiación. El ideal nacionalista, tiempo al tiempo, es que los españoles, como en un chiste de Gila, nos paguen nuestra independentzia.

Se dan ustedes cuenta que llevo un buen rato y todavía no me ha sido necesario hablar de Maragall. Es que, efectivamente, la estrella, el que emite discurso, es Carod Rovira y esa afonía pronunciada del líder del PSC se ha transformado en mutismo, al menos hasta que pasen las elecciones generales. Pero Maragall, ahí te fastidies, ha llegado a la meta que ansía todo político (o al menos casi todos), alcanzar el poder, y el que venga detrás que arree.

Tenemos a Pasqual Maragall de honorable president tras su particular vía de acceso al poder, con la posibilidad de que cunda el ejemplo en el resto del socialismo. Si cunde el ejemplo Maragall, si todas las comunidades e incluso ayuntamientos que rigen los socialistas se dedican, por encima del pensamiento y voluntad personal de cada militante, en un deslizamiento inapreciable, a cuidar su huerto en un casi sálvese quien pueda, y con la otra gran coartada de la maldad del PP, el PSOE corre el riesgo de convertirse en partidos nacionalistas en ese arco que va desde Baleares por todo el norte de España hasta Galicia.

El mismo fenómeno ha ocurrido en formaciones aún más disciplinadas y centralizadas, como lo fue el partido comunista de Tito en Yugoslavia, cuyos cuadros acabaron acogiendo, fomentando y dirigiendo el nacionalismo de su región porque su partido no les ofrecía perspectivas, como otros tantos casos en la extinta Unión Soviética. Quizá parezca exagerado, pero el riesgo me parece evidente. Madrazo puede ser una prueba, máxime cuando la izquierda desde hace un tiempo ha ensalzado idealistamente como progresistas los intereses periféricos, en la falsa creencia, casi anarquista, que todo lo que se enfrenta al Estado y al sistema es progre.

Y el riesgo de esa tendencia, incluso por encima de la voluntad de sus protagonistas, es evidente y nada nuevo en la historia. La auténtica razón, la primera razón, de la rebelión carlista de 1833 fue la cantidad de militares que se habían quedado sin empleo y sueldo y vieron en el conflicto dinástico la ocasión para seguir con su profesión.

El mismo pretendidiente Carlos María Isidro no era un cavernícola absolutista, al menos si nos atenemos a sus lecturas, hoy depositadas en la biblioteca del Senado. Pero la conspiración absolutista estaba allí, como el nacionalismo periférico hoy lo está para muchos socialistas en diversos feudos.

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