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Tribuna:
Tribuna
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Contra los profetas de catástrofes

Una sensación de pesimismo se extiende entre los sectores progresistas de nuestro país ante los últimos fracasos electorales del socialismo en Madrid y en Catalunya. La postura imperturbable del Partido Popular, instalado en la inocencia respecto a todos los daños que ha producido en los años que lleva gobernando en ámbitos tan importantes como la integridad del Estado social, el equilibrio del Estado de las Autonomías, la legalidad internacional o la unidad estratégica y táctica en Europa, y la falta de reacción, por el momento, de los ciudadanos, son otros signos que desesperan y desaniman a las personas de izquierdas o simplemente demócratas sinceros. ¿Será posible, piensan muchos, que los males que pueden ser irreversibles -que siembra el Partido Popular con una política conservadora e inmovilista, con su apuesta estratégica por el belicismo de Bush, y con la alienación opulenta de los ciudadanos, que confunde intereses y principios- no erosionen a sus responsables? Es verdad que no han avanzado demasiado en Catalunya, que perdieron las elecciones municipales en números de votos y que han recuperado la Comunidad de Madrid después de unos episodios vergonzosos que obligaron a repetir las elecciones.

En ese contexto, parece evidente que desde la izquierda se debe hacer una crítica radical para detectar las causas objetivas, incluidas sus dimensiones personales, que no llevan a un despegue más rápido ante los errores importantes que se detectan de contrario. Se deben, con libertad y espíritu desprendido y altruista, señalar las decisiones a tomar y los cambios tácticos, estratégicos o personales que se exigen, siendo muy tajantes con quienes, sin más objetivo que permanecer, se aferran a sus puestos y a sus sinecuras.

Pero todo esto hay que aplicarlo desde la esperanza y desde la confianza. Desde la esperanza en el valor de defensa de la igual dignidad que tienen los proyectos de la izquierda, incluidas sus dimensiones más utópicas, frente al realismo interesado, sectario y limitado de algunos sectores de la derecha que nos gobierna. Su inmovilismo, su creencia de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, su terror al cambio, son uno de los problemas principales que nos atenazan. Su transposición política es la sacralización de la Constitución y su tajante rechazo a cualquier modificación, anunciando desastres sin cuento con cualquier paso adelante. El miedo a lo desconocido les paraliza, y la extensión del bienestar a los nuevos propietarios que han invertido sus ahorros, ayudados por largas hipotecas, contribuye a extender los apoyos al mantenimiento del statu quo. Vuelve a aparecer la figura del burgués satisfecho que cierra los ojos ante los males del mundo. Y esa burguesía alcanza también a sectores importantes de los trabajadores, que se han convertido en votantes estables del Partido Popular.

El tipo del profeta de catástrofes, que es un arquetipo del conservador inmovilista, prolifera en este contexto, y sobre todo extiende el temor al cambio, a cualquier cambio. Por supuesto, a la alternativa política, para lo que demoniza a la izquierda, especialmente al Partido Socialista y a su líder, José Luis Rodríguez Zapatero, pero también a cualquier modificación de la Constitución, utilizando fuera de contexto el rechazo generalizado que en la sociedad española recibe el Plan Ibarretxe. Así, cualquier propuesta de cambio se recibe con desconfianza, augurando la destrucción de la Constitución y una situación de inestabilidad de consecuencias imprevisibles. Y en los últimos tiempos, algunas de esas actitudes se han contagiado a ambientes de izquierdas, aunque como siempre hay que hacer algunas precisiones.

Debemos distinguir a las personas de buena fe, compañeras y compañeros, que temen también males que puedan venir y que no resisten la potencia mediática que persigue a esos profetas de catástrofes. Hay que reconocer también que los responsables de los excesos, lingüísticos la mayor parte de las veces, contribuyen de manera decisiva a crear esos terrores. Pero junto a esas personas hay otras, que no actúan de buena fe, y que prevaliéndose de un pasado de militancia socialista se han vendido a los argumentos del Partido Popular, y actúan como voceros o mandatarios de sus tesis, especialmente de las catastrofistas, al tiempo que intentan deteriorar la imagen de la izquierda. Sólo los primeros, a mi juicio equivocados, merecen respeto y atención. Los segundos, espero que se destruyan por sí mismos ante una opinión pública cuya clarividencia es imprescindible en democracia.

Frente a esos hay que reafirmar la confianza en nuestros principios, en la igual dignidad de todas las personas, en el valor de la libertad y de la solidaridad. También hay que devolver la confianza en los dos grandes partidos de izquierdas, el Partido Socialista e Izquierda Unida. Sólo me referiré al primero porque mi vieja militancia de más de treinta años me legitima para ello, y porque el acierto o el error de mis observaciones no está movido por ningún interés personal, ni por afán de protagonismo, que ya no me corresponde. Sólo pretendo aportar alguna luz a la eterna lucha por el libre desarrollo de la personalidad de todos. Sólo me permito señalar a los amigos de Izquierda Unida que tienen que resolver con claridad la actitud de sus correligionarios en el País Vasco, que todos sabemos que no es compartida en el resto del país. Son posturas poco integrables, y mantener la ambigüedad mirando hacia otro lado no hace sino retrasar y dificultar la solución.

El Partido Socialista tiene su máxima riqueza en esa gran cantidad de personas que creen en los principios que defiende, que los apoya clara y enérgicamente, y que esperan mensajes claros, la autocrítica necesaria ante los errores y la desaparición de las personas que sólo quieren sobrevivir en el aparato del partido, resistiendo al cambio y defendiendo sólo su supervivencia personal.

José Luis Rodríguez Zapatero representa el modelo de dirigente ideal para encabezar esa llamada a la esperanza en los principios y en los valores del socialismo democrático, y representa también la confianza en las posibilidades reales de alcanzar el Gobierno de España. Tiene formación, tiene prudencia y sentido común, tiene coraje para impulsar la responsabilidad de llevar adelante nuestro proyecto. Es una persona laica, demócrata, de espíritu republicano -que es compatible con nuestra Monarquía parlamentaria-, y es, en definitiva, la mejor garantía frente a los profetas de catástrofes, frente a los de los otros y también frente a los nuestros.

Su firmeza está apoyada en que somos el único partido que desde el principio ha defendidola Constitución desde el artículo primero hasta la disposición derogatoria, y en su firme convicción sobre la viabilidad del proyecto que defiende. Por eso, su mensaje es nítido, positivo, abierto, tolerante, integrador y respetuoso con todas las personas. Desde esa defensa de la Constitución, de su valor y de su capacidad para seguir organizando en el futuro, durante muchos años, a la sociedad española, no se debe temer una reforma de la Constitución, ni una reforma de los Estatutos, ni, por supuesto, una coalición de izquierdas con Esquerra Republicana e Iniciativa per Catalunya. Sólo los inseguros, los confusos o los ambiguos pueden tener dudas en ese sentido. La forma de preservar la Constitución no es muchas veces inmovilizarla, cerrada a cualquier cambio, sino más bien abrirla con prudencia a los cambios que la van a mejorar y fortalecer. De ahí que, como ya ha dicho José Luis Rodríguez Zapatero, el Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi no pueda ser defendido ni apoyado. Es un proyecto desleal, basado en el unilateralismo y en la destrucción, desde la posición privilegiada que supone gobernar y beneficiarse de los órganos, de las instituciones y de los derechos para, con una frialdad y una simulación impresionantes, destruir aquellas reglas de juego que le han permitido existir.

El problema de Catalunya es diferente. Sus políticos, de todos los partidos, son rigurosos y moderados y no defienden la violencia. Su comportamiento en estos veinticinco años de Constitución ha sido correcto y leal, y como ponente tengo que señalar el ejemplo que en ese sentido ha supuesto don Miquel Roca. Hay independentistas en Convergencia y en Esquerra Republicana, pero saben muy bien que ése es un escenario imposible, y que hay que jugar siempre desde coordenadas posibles. No se debe temer al cambio estatutario que pretenden todos los partidos catalanes excepto el Partido Popular. Sí se debe señalar cuál es su límite, que es la Constitución, que es también reformable, pero por los cauces establecidos en el Título X de la misma. Por eso, las reformas que se propongan deben ajustarse a la Constitución, y sólo desde una reforma de la misma cabe abrir nuevos horizontes para las Comunidades Autónomas. Eso se puede producir con la reforma del Senado. La reforma de la Constitución puede abrir nuevas puertas a la reforma de los Estatutos, pero la situación contraria no parece razonable, con lo que se debe descartar una reforma de los Estatutos que exija necesariamente una reforma de la Constitución.

Por eso, además de los criterios generales para la reforma tanto de la Constitución como de los Estatutos (consenso igual o superior al del texto que se pretende modificar, seguimiento de las reglas de juego de producción de los Estatutos o de la Constitución), para la reforma de éstos habría que respetar algunas líneas de conducta que tienden a mantener el valor de la Constitución y no su destrucción. Por eso no cabe dialogar con el Plan Ibarretxe. En el primer caso, esos criterios generales serían la necesidad, la oportunidad y el consenso, como ha señalado recientemente mi compañero Gabriel Cisneros. En el segundo, en la reforma de los Estatutos, y en concreto en la enunciada por los partidos políticos catalanes, hemos visto que el límite es la Constitución y que no cabe una reforma que implique su modificación, aunque si ésta se produce, a sensu contrario, puede abrir la posibilidad de esa reforma. Se trata de que la reforma estatutaria no suponga una reforma de la Constitución, y por eso es una situación tan distinta del planteamiento de los nacionalistas vascos. Comparar las dos situaciones es un error y una falsedad. En Catalunya la reforma debe ajustarse al criterio de constitucionalidad, en los procedimientos y en los contenidos, debe ser susceptible de generalización y no una norma especial para esa Comunidad, ni tampoco ampliación de normas especiales estatutarias existentes, con la Constitución, en Navarra y en el País Vasco. Finalmente, y en la misma línea, tiene que ser solidaria, es decir, no contener privilegios incompatibles con ser una sociedad moderna e igualitaria.

Así, no cabe convertir en un drama que en Catalunya se pretenda modificar su Estatuto, porque no supondrá mover al Estado de las Autonomías de sus reglas centrales, ni modificar la Constitución. Pretender otra cosa, reabrir el rechazo del federalismo funcional y pretender establecer competencias no generalizables, sería romper el espíritu de la Constitución y dar argumentos a los profetas de las catástrofes. Ése es un escenario que no debe nunca abrirse.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

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