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Columna
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Nuestro Cocteau

Vicente Molina Foix

Es un regalo de la casualidad poder ver en París las obras del artista francés del siglo XX que más soñó con España mientras Madrid muestra en el Prado los cuadros españoles de Manet. Aunque, desde luego, la personalidad artística, el carácter y también los años separan radicalmente a Manet (que nos visitó en 1865) de Jean Cocteau, el escritor, pintor y cineasta al que el Centre Pompidou dedica una espléndida exposición. Conozco varias explicaciones sobre la fijación española de Cocteau: la erótica (la alegría sexual que él veía en los hombres de aquí), la exótica, la climática, la vicaria (por vía de Picasso, que plantó en su buen amigo los gérmenes hispánicos). Resulta, en cualquier caso, raro que Cocteau, gran viajero y curioso impertinente, visitase España por primera vez en 1953, a sus 64, pero lo cierto es que el idilio que siguió a lo largo de los diez años que le quedaban de vida ha llevado a Pierre Caizergues, a sostener que fue en nuestro país donde el autor de Los padres terribles encontró las razones "para recomponerse y para comprenderse".

¿Recomponerse de qué? ¿Quizá del opio? ¿O fue España su más persistente adormidera? En uno de los hermosos dibujos expuestos en el Pompidou, Cocteau escribe a tinta junto a su autorretrato esta impresión: "El opio actuando sobre el gran simpático adormece el dolor moral; hay que concluir, por tanto, que ya que una droga lo calma, el dolor moral no es más que un dolor físico". Cocteau fue adicto a esa droga en los años que siguieron a la intempestiva muerte de su primer amor, Raymond Radiguet, el jovencísimo autor de El diablo en el cuerpo y escribiría después en Opio la crónica de su desintoxicación. Pero tal vez toda la vida y obra posterior de Cocteau, su mundanidad incansable, sus amores apasionados, su fulgurante entrada en la Académie Française con espadín de diseño, su frenesí creativo en todos los medios artísticos, no fuesen sino compuestos opiáceos para paliar una insatisfacción moral que da a sus mejores novelas, poemas y filmes el sello del talento indagador y concupiscente.

Aunque tardó en venir, Cocteau ya escribe en su juventud un poema llamado Espagne, con un Cristo, un toro, un picador, una Virgen negra y una procesión nocturna. El tema español no dejará nunca de reaparecer en su obra (por lo que es justo que la exposición parisiense incluya en la sala final de los artistas bajo influjo coctosiano a Almodóvar y a nuestro pionero del underground Adolfo Arrieta, que tuvo como actor en una de sus extraordinarias películas al compañero y musa de Cocteau, Jean Marais). A partir de su primer viaje de 1953, Cocteau regresa a Cataluña, a Málaga, a Madrid en diversas ocasiones, alternando excursiones campestres ("Una Castilla calva drapeada en su andrajo") y visitas fervientes al Prado (que le inspiran diversos poemas) con la molicie que entonces escondía la noche madrileña, en la que asiste a fiestas de sociedad, juergas flamencas y estrenos teatrales de Mihura y su gran amigo Edgar Neville, el único artista español comparable a Cocteau por soltura social, profunda ligereza cómica, alta frivolidad y repartida -según algunos, derrochada- genialidad.

Se ha reeditado con motivo de los fastos coctosianos el precioso librito Le cordon ombilical, tal vez el testamento del escritor, que lo escribió -en Marbella- dos años antes de su muerte. A propósito de la singularidad española que le deslumbraba, Cocteau había escrito en 1953 que "España es un país pobre que es rico y

Francia es un país rico que es pobre". Una década más tarde, la excepcionalidad estriba, según él, en que "el pueblo es un gran poeta que se ignora". ¿Qué pensaría hoy del país que tanto le excitó y le calmó? Ciertos tipismos siguen incólumes, aunque no sé en qué grado de autenticidad (pues no frecuento los ruedos ni los tablaos). A Cocteau, como a todo francés que se ocupa de nosotros, le atrae la negrura, y en una de sus piezas poéticas más sostenidamente hispánica, el Ceremonial español del Fénix, publicada en 1961 con una dedicatoria a Concha García Lorca, se pinta una España "borracha de la sangre de las criptas reales". Tres versos antes, el poeta evoca una lluvia de rosas en un balcón sevillano. Las dos Españas. Puesto que ambas, ay, sobreviven, posiblemente Cocteau, un hedonista del tremendismo, seguiría aquí encontrándose a gusto.

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