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Debilidades, oportunidades

Por fin, después de 25 años, el Partit dels Socialistes (PSC) ha alcanzado el principal objetivo para el que fue creado, allá por 1978: gobernar Cataluña. Por fin, Pasqual Maragall ha conseguido llegar victorioso a aquella codiciada meta que no pudieron saborear ni Joan Reventós, ni Raimon Obiols, ni Joaquim Nadal, ni él mismo en su intento anterior: presidir la Generalitat. Tanto en lo colectivo como en lo personal, el logro merece los más efusivos parabienes; sirvan estas líneas para expresar públicamente los míos.

Con todo, espero que no se me tache de aguafiestas si hago notar que el modo y las circunstancias en que el PSC llega al poder autonómico no son los que sus dirigentes y militantes habían soñado durante un cuarto de siglo, los que parecían al alcance de la mano en 1980, quizá incluso en 1984, ni siquiera los que quedaron a pocos cuerpos de distancia en 1999. Me refiero a gobernar en solitario y con mayoría absoluta, como hizo Felipe González en sus años dorados, como han hecho tantos alcaldes socialistas en grandes y medianas ciudades de Cataluña. O, cuando menos, disponer de una sólida mayoría relativa, de esas que permiten compartimentar a los socios menores en sus pequeñas parcelas y preservar para sí toda la iniciativa política: la fórmula, en suma, con la que el propio Maragall ejerció en Barcelona sus dos últimos mandatos municipales y Joan Clos el primero, una fórmula en la cual Iniciativa o Iniciativa y Esquerra representaban entre el 13% y el 23% de la base consistorial del equipo de gobierno. Ahora, en cambio, el socialista no es el grupo más numeroso del Parlament, ERC e ICV han aportado a la elección de Maragall el 43% del apoyo reunido, y tanto el reparto de poder como los acuerdos programáticos en el seno del tripartito reflejan palmariamente la nueva correlación de fuerzas. Muy lejos, insisto, de la idea que los socialistas catalanes se habían hecho sobre cómo conquistarían algún día la Generalitat.

Pero atención, porque lo antedicho no pretende minusvalorar o desmerecer el trabajado éxito político que el PSC acaba de conseguir. Pretende, al contrario, llamar la atención sobre las grandes oportunidades que este triunfo en la debilidad ofrece al partido y, por extensión, al conjunto de la sociedad catalana. Desengáñense: sin que ello suponga dudar de las convicciones de nadie, sólo la necesidad imperiosa, vital, de pactar con Esquerra Republicana ha empujado al aparato socialista catalán a echar a un lado, en pocas semanas, un montón de tabúes y de arraigados recelos: en materia de política lingüística, de financiación autonómica (aceptando una Agencia Tributaria propia) o de selecciones deportivas catalanas, en orden a reclamar para Cataluña la casi independencia judicial o a visualizar enfáticamente su propia independencia orgánica respecto del PSOE.

Más aún que programático, sin embargo, el cambio al que estamos asistiendo es cultural. De repente, un asunto que parecía cerrado bajo siete llaves y sobre el cual no era posible hablar desde 1982 -el de dotar al PSC de grupo parlamentario propio en el Congreso de los Diputados- reaparece en el debate público, y hasta los apparatchnik más fieles a Ferraz se muestran abiertos a considerarlo. Y aquellos cuadros socialistas que durante todos estos años han llevado discretamente la minoritaria etiqueta de catalanistas observan con asombro cómo, en pocas semanas, les desbordan los conversos, y cómo todo el mundo asume con fervor el nuevo lenguaje oficial, ese que habla sin inhibición alguna de "la nación catalana" y del carácter "plurinacional, pluricultural y plurilingüe" del Estado. Incluso en aquel segmento de la intelectualidad maragallista que lo era para que el ahora presidente limpiase las "telarañas" del "nacionalismo identitario" reina una fecunda perplejidad y se apuntan interesantes modulaciones de discurso.

Ahora bien, si la debilidad relativa con que el PSC salió del 16-N está favoreciendo la transmutación de éste en un partido más nacional y más libre de condicionantes externos, ello sólo ha sido posible gracias a una debilidad mucho mayor: la del PSOE. Aunque quizá desde Cataluña el diagnóstico parezca exagerado, creo que el partido socialista se halla, a escala española, en el peor momento desde 1979, que sus posibilidades ya no de ganar, sino de arrebatar al Partido Popular la mayoría absoluta en marzo de 2004 son escasas, y que sólo desde esa lógica -de perdidos, al río, o más vale pájaro en mano que ciento volando- se explican la manga anchísima concedida al PSC en la negociación con los independentistas de Esquerra y el disciplinado silencio impuesto a barones y mesnaderos durante las delicadas semanas que acabamos de vivir.

Pero cuidado otra vez con las interpretaciones precipitadas: si subrayo la grave crisis del PSOE -sacudido por el sainete de Madrid y por la incapacidad de pacto en Galicia, lastrado por las limitaciones de los Blanco y los Caldera- es para realzar las oportunidades que esta crisis ofrece al PSC. Maragall y su partido, a quienes un PSOE pletórico y ganador ni siquiera escucharía, tienen ahora la gran ocasión para, desde la autoridad que les otorga haber alcanzado el poder, forzar un cambio profundo en la cultura política de la izquierda española. Al parecer, la presencia de los líderes socialistas en la manifestación donostiarra de ¡Basta Ya!, el pasado sábado, les resultó poco grata, un dirigente del PSE se confesó "manipulado" -¡bendita sea la inocencia!- y Cristina Alberdi acaba de darse de baja, de modo que todavía hay esperanzas. Claro que sobre el filo de la navaja, porque si la crisis empeora y lo de marzo es un descalabro, si el descalabro provoca la caída de Rodríguez Zapatero y si el subsiguiente bandazo catapulta al liderazgo a alguien tipo Pepe Bono, entonces sí que, para el tripartito catalán, pintarían bastos.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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