Jo, qué noche
Mi amor por la performance no tiene límites. Pero es un amor muy desdichado y lleno de sinsabores, quizá porque, como una vez me dijo Almudena Grandes, el Destino penaliza el amor verdadero.
Impulsada por esta pasión irracional y desmedida que mis amigos no consiguen explicarse y de la que a veces se burlan con saña, el otro día cometí la imprudencia de olvidar las frustraciones cosechadas a lo largo de mi relación con esta forma de arte supuestamente rompedora y radical y encaminarme, nerviosa y excitada como una novia, a la Nit de la performance, que clausuraba la tercera edición del Festival Internacional de Performance de Barcelona, eBent'03.
El acto se desarrollaba en el Espai Jove Boca Nord (Agudells, 37-45) y, como era sábado y en el centro de la ciudad los coches llevaban horas atrapados en un atasco infernal, primero pensé, en un ataque de clarividencia insólito en mí, que lo mejor sería ir en metro. Pero cuando localicé en la guía el lugar y advertí que la boca de metro más cercana estaba bastante lejos, decidí ir en coche. Para rematar la jugada, me olvidé la guía en casa y arrastré conmigo a dos de los amigos más mordaces con quienes el Destino me ha penalizado. En realidad, sospecho que aceptaron venir conmigo porque intuían oscuramente que la noche no tardaría en suministrarles combustible de primera para su mortífero ingenio.
Después de ver la clausura del festival eBent'03, la triste reflexión que me hago es que tengo muy mala suerte con las 'performances'
Infeliz de mí, me había empollado la guía antes de salir y me sentía segura de mí misma. Pero mi seguridad se desvaneció en cuanto abandonamos el paseo de Maragall para adentrarnos por la calle de Peris Mencheta, que no tardó en envolvernos en sus pérfidas redes y extraviarnos por un dédalo inextricable de callejas y callejones, muchos de ellos sin salida, donde a las 22.00 horas de ese sábado no se veía un alma ni un triste bar donde entrar a preguntar. Fíjense si no será pérfida la calle de Peris Mencheta que en alguno de sus tramos incluso recurre al mezquino subterfugio de convertirse en escaleras para despistar al avezado conductor. Por fortuna, el barrio por el que empezamos a dar vueltas, cada vez más desesperados y perdidos, es una preciosidad, y el puro e inesperado placer estético mantuvo anestesiados los mortíferos ingenios de mis acompañantes. Las calles (Font d'en Fargas, Mas Pujol y Frederic Rahola entre otras) que contaminábamos con los tóxicos efluvios de nuestro tubo de escape forman una Barcelona secreta, una zona burguesa de callejas tranquilas donde se suceden las lujosas mansiones con jardín edificadas aquí a principios del siglo pasado por familias ricas y que ahora están encajonadas entre barrios populares. Como gracias a la estimulante incongruencia del lugar, mis amigos no me bombardearon con las pullas que mi ineptitud sin duda habría merecido, me prometí regresar un día a pasearlo a pie.
En cualquier caso, entre una cosa y otra llegamos con una hora de retraso a l'Espai Jove Boca Nord. No éramos los únicos. Seis o siete desesperados más, que también habían dado más vueltas que un tonto, se nos unieron en la puerta que, encima, estaba cerrada. Cuando conseguimos que nos abrieran, la performance en curso mostraba a una chica muy mona que se embadurnaba el rostro de pintura gris metalizada. Pensé que sería una discípula de Yves Klein, el artista que pintaba con modelos desnudas embadurnadas de pintura, y que de un momento a otro se lanzaría cual kamikaze sobre el público a pintarnos las camisetas y los jerséis (en una estilizada metáfora de las relaciones humanas, que siempre dejan marcas), pero me equivocaba. Cuando acabó de untarse, la chica pintó un ojo exactamente encima de una imagen de Saturno proyectada en la pared, luego se dirigió con mucha solemnidad hacia el proyector e hizo que Saturno ascendiera hasta lo alto, punto final. La verdad es que yo ya había empezado a sudar, pues me estaba temiendo lo peor. Y, efectivamente, mis amigos empezaron a disparar: "Qué cucada. Como las estatuas vivientes de La Rambla, pero sin arbolitos ni pajaritos", sentenció el uno con voz meliflua. "Tanta poesía un día nos matará", se limitó a decir el otro. La segunda acción, que combinaba la proyección de sugerentes imágenes y ruidos de la selva con las acciones de un personaje, me devolvió la esperanza. La tercera, sin embargo, titulada Apaga la tele, supuso el fin de las ilusiones. Una mujer, que está de pie detrás de una tele apagada, nos impide parcialmente ver las diapositivas que se proyectan en una pantalla de tela. Las diapos alternan imágenes sangrientas de guerra, destrucción y catástrofe con las de conocidos presentadores de tele muy sonrientes. Me vuelven a sudar las manos. De pronto, la mujer coje un hacha y la emprende a hachazos contra la tele. Lo más gracioso de todo es que la tele no se rompía ni a tiros, digo ni a hachazos. La performance me inspiró varias cosas, la primera, alipori, es decir vergüenza ajena, la segunda, ganas de ver la tele. Mis amigos, que decían cosas irreproducibles en un medio como éste, me arrastraron lejos de allí.
La triste reflexión que me hago desde entonces es que tengo muy mala suerte con las performances. Las que conozco a través de los libros y de los vídeos (las de Dadá, Schlemmer, Fluxus, Nitsch, Chip Lord y tantos otros) pueden ser fascinantes, sorprendentes, salvajes, gamberras y radicales. ¿Por qué entonces las que voy a ver yo en vivo siempre son manidas, tópicas, chorras, aburridas y previsibles? ¿Por qué las performances buenas siempre están en otra parte? Seguro que, cuando yo me fui, empezaron las buenas y yo me las perdí. Me gané, en cambio, la multa de un agente de la Guardia Urbana por saltarme un semáforo en rojo en el trayecto de vuelta. Un par de noches más como ésa y acabaré quedándome en casa para hacer calceta.
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