Cuestión de comunicación
Ante la conmoción informativa suscitada por los trágicos resultados del último puente corremos el riesgo de centrarnos tanto en las víctimas (por favor, no hablemos de datos estadísticos) del puente, que los árboles no nos dejen ver el bosque. Porque, sin minimizarlas, lo auténticamente importante es lo que día tras día ocurre cada año, y más específicamente durante los últimos nueve años.
¿Por qué esos nueve años? Porque en 1989 hubo en España 9.000 muertos (cifras redondeadas y computadas a 30 días), y en 1994, 5.500. Desde 1995 la situación está estabilizada sin incrementos ni descensos significativos. Pero ¿qué ocurrió en aquellos cinco años para que, rompiéndose una tendencia inveterada, las víctimas mortales descendieran casi un 40%? Desde luego no fue decisiva la crisis económica, porque sobrevino (finales de 1992) cuando el descenso ya estaba consolidado; de hecho, siguieron incrementándose el parque automovilístico y el consumo de carburantes. Tampoco tuvo gran influencia el factor vehículo, ya que la renovación sólo alcanzó al 12% del parque, y de él, no más de un tercio lo fue con apreciables mejoras de seguridad. Incluso la carretera tuvo una influencia puramente marginal; valga simplemente el dato de que el descenso fue equivalente en las ciudades en las que no se habían desarrollado análogas inversiones en infraestructuras.
La comunicación es el pilar fundamental de una política eficaz de seguridad vial
Llegados a este punto hay que elucidar a qué podemos atribuir aquella evolución, y, lo que es más importante, cómo aprovechar aquella experiencia para rebajar en los próximos años al menos otro 40%, lo que coincidiría con los objetivos marcados por la Unión Europea.
Lo que voy a exponer a continuación sé que no es demostrable, pero tampoco es demostrable lo contrario. Es más, espero haber dado datos como para que las demás hipótesis resulten escasamente defendibles.
A mi juicio, lo que cambió fue algo íntimamente relacionado con la percepción y valoración sociales de los accidentes circulatorios, y ello tiene mucho que ver (tal vez todo) con la comunicación. Salíamos entonces de una estéril polémica acerca de si la culpa (sic) de los accidentes la tenían las carreteras o los conductores, polémica que, aunque planteada en términos absolutamente erróneos, focalizó la atención de la ciudadanía sobre la tragedia de los accidentes. Fue también la época de la Ley de Seguridad Vial y del Reglamento de Circulación que sustituyeron al vetusto Código de 1934. Pero, sobre todo, fue el quinquenio en que la opinión pública, siguiendo el lógico liderazgo de la prensa, presionó sobre todas las Administraciones en demanda de soluciones, aunque no es fácil determinar por qué se produjo aquella presión.
Ante una realidad social tan compleja como la comunicación no es posible afirmar inequívocamente si lo que más influyó fue la propia dimensión que habían alcanzado los accidentes, si fue la acción mediática sobre una nueva ley simplificadoramente calificada como represiva, si fue el cambio en la línea de las campañas divulgativas de prevención o si fue la presencia constante en los medios alimentando todas las polémicas y participando en todos los debates imaginables. Seguramente ninguna de las anteriores explicaciones es suficiente por sí sola para justificar un cambio semejante en la mentalidad colectiva, pero la suma de todas ellas nos puede poner sobre la pista de la cantidad de teclas que hay que pulsar al mismo tiempo para lograr, como en un armónico acorde, que la sociedad vibre al unísono en el rechazo de una de las peores plagas que sufren las sociedades desarrolladas.
Al rememorar aquel quinquenio, creo que nos encontramos en un momento potencialmente esperanzador. Por una parte, parece que hay una movilización de la opinión pública frente a los accidentes, más fuerte y unánime de lo habitual; por otra, estamos en un periodo de profusos cambios legislativos en materia de seguridad vial. Cierto que estos cambios nos hacen perder una vez más el tren de determinados avances (sistema de puntos, unificación de los regímenes sancionatorios por conducción etílica) cuya utilidad está constatada en otros países. Pero ahora lo importante es no perder el tren de la comunicación de estos cambios.
Una persona muy significada en Francia en el terreno de la seguridad vial decía hace poco que los avances conseguidos allí por el endurecimiento de las sanciones se debían más a la masiva difusión de las normas y de sus severas consecuencias punitivas que a su propia aplicación. Ello enlaza claramente con las tesis mantenidas por Vicente Verdú en su El estilo del mundo, porque en este momento histórico lo importante no es tanto lo que es como lo que parece, y afirmo que es posible generar la disuasión que toda norma sancionatoria lleva inserta, incluso con independencia de cómo se aplique. Sobre esto tenemos precedentes: cuando se aprobó la Ley de Seguridad Vial en 1990 se empezó a percibir su efecto ejemplarizador (y, por tanto, preventivo) incluso antes de su publicación en el BOE. De ello se encargó su enorme difusión -a veces hipercrítica- en los medios de comunicación, y no hay ninguna razón para que hoy no se puedan conseguir análogas difusión y disuasión. Claro que para eso hace falta una voluntad inequívoca de desarrollar una pedagogía social y para ello es imprescindible creer en la comunicación -en tanto que único medio eficiente para tomar contacto con la sociedad- como pilar fundamental de una política eficaz y duradera de seguridad vial.
Miguel María Muñoz Medina es presidente del Instituto Mapfre de Seguridad Vial.
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