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Columna
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Medieval

Creo que un coche es algo sagrado. Se ofreció un amigo a llevarme desde lo alto de la Alhambra a la estación de autobuses de Granada, media hora teníamos para llegar a través de la ronda de circunvalación, vía intransitable, de infinitas obras públicas. Todos los conductores y tripulantes pensábamos y deseábamos lo mismo: que esto se mueva. Y lo repetíamos silenciosamente, rezando, como en un templo, unidas todas las voluntades en un encuentro mental, religioso. Aquello no se movía. Huimos de la ronda, buscamos paso por otras calles, siempre con la misma oración, sin salir nunca de la misma iglesia ambulante e inmóvil: que esto se mueva. Seguía sin moverse. Perdí el autobús.

Un coche es un templo, pero se ha devaluado mucho. Se ha quedado sin encanto. Ya no significa lujo y libertad. Suponía cierta riqueza un coche, y la riqueza nos hace más humanos, más libres, con más derechos fundamentales: hay un motivo idealista en el materialismo codicioso. Un coche nos humanizaba, pero hoy sólo es símbolo de poder si cuenta con chófer asalariado y blindaje. El blindaje es esencial: la fuerza bruta no había tenido tanto prestigio desde la Edad Media. Una vez vi un programa de la televisión andaluza, propagandístico, nocturno, un diálogo entre el sociólogo Castell y el presidente Chaves: el sociólogo se presentaba entre libros y ordenadores, pero el presidente aparecía en un coche negro de mucho blindaje. Libro y coche acorazado: los símbolos respectivos del pensamiento y la política.

Nuestros coches cotidianos se han convertido en signo de obligaciones laborales, familiares, incluso inmobiliarias (exigen un garaje, unos metros de oscuridad y latas de aceite y líquido para frenos), como dice más o menos Martin Amis. Se han ido metamorfoseando en un lugar de desamparo, es decir, de oración, de súplica sobrenatural. Son un centro de intimidad, un extraordinario punto para iniciar una transmutación social importante. Puesto que la gente está harta de los otros conductores, casi siempre incómodos, o directamente irresponsables e imprudentes, ¿no podría la policía empezar a quitar carnés, en el acto, sin necesidad de jueces? El policía ve a alguien que no conduce como es debido e inmediatamente le retira el carné de conducir. Es una idea magnífica, del PP.

Los jueces sobran. Un policía se basta para quitar el carné y, quizá, en un futuro próximo, requisar el arma del crimen, es decir, el coche. Quitar el carné no es suficiente, meter en la cárcel es más seguro, pues un insensato conduciría sin carné. Y los delitos también deberían ser combatidos así, una vez que nos acostumbremos al nuevo dinamismo policiaco. El director general de Tráfico, Carlos Muñoz-Repiso, pide confianza en los policías, que no son médicos, ni psicólogos, ni examinadores de autoescuela, pero tienen preparación para ver lo evidente: quién merece el carné y quién no. Este criterio podría extenderse a la ley penal: no son jueces los policías, pero saben distinguir a los individuos peligrosos. Que los metan en la cárcel, sin jueces. Esto ahorraría mucho dinero en juzgados, en papeleo. Salvaría bosques y reduciría impuestos: ¿no es una buena base para un excelente programa electoral?

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