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Columna
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'Haiku'

EN PRINCIPIO, hay que considerarla como una vieja y hasta trivial historia: la de un matrimonio mayor, los Hirayama, residentes en una pequeña localidad costera, que, sintiendo la vecindad de la muerte, deciden viajar hasta la lejana Tokio con la intención de visitar, quizá por última vez, a sus hijos, instalados en la gran metrópoli. Éstos son cuatro profesionales agobiados por el trabajo y las necesidades de sus propias familias, los cuales viven esta inesperada visita de sus progenitores como un engorro más, aumentado encima por tener que atender a unos paletos ancianos desvalidos, que les avergüenzan. Paradójicamente, la única excepción en este remiso comité familiar de recepción es Noriko, la nuera, a pesar de ser su vínculo de naturaleza política y haberse quedado viuda hace ocho años, al haber perecido su joven marido en la pasada guerra. Ni siquiera cuando estos desdichados padres, conscientes del fracaso de su visita, deciden regresar precipitadamente al pueblo y, con el trajín del viaje, se agrava la delicada salud de la madre, que muere al poco de volver al hogar, estos hijos, salvo la excepción antes consignada y la de una hija menor que continúa conviviendo en la casa paterna, dejan de tratar esta pérdida como otro simple contratiempo.

¿Puede efectivamente encontrarse una trama narrativa que resulte, en principio, más manida que ésta de la impiedad filial? En manos del director japonés Yasujiro Ozu (1903-1963), que la trató en su mítica película Cuentos de Tokio (1953), proyectada ahora, por primera vez, en las salas de exhibición comercial de nuestro país medio siglo después de su estreno, este melodrama familiar alcanza, no obstante, una honda altura trágica, tanto más intensa cuanto que discurre ante nuestra mirada sin apenas estruendo, de manera tan natural como lo hace la vida misma. Pero ¿cuál es esa forma natural de transcurrir nuestra existencia cotidiana, en la que nunca pasa nada, salvo la muerte, que no distingue generaciones?

Según Yasujiro Ozu, no hay más hilo en la banal intriga humana que ese fatal traje temporal con el que se confecciona nuestro mortal destino. Ninguno de los vestidos o sudarios que el hombre ha tejido a lo largo de su monótona historia, aun respondiendo a un mismo patrón, tiene la misma forma y brillo, algo que no pasa inadvertido fundamentalmente a la visión de un poeta, que es capaz de percibir, no sólo el matiz singular que refulge en la tela de cualquier ser humano sin importancia, sino los cambios dramáticos entre generaciones, todos ellos marcados, sobre todo, por las pérdidas que nos dejan al descubierto. Ante esta inapelable catástrofe estética y moral, ¿qué sería de nosotros -me pregunto conmovido tras asistir a la proyección de Cuentos de Tokio- sin el testimonio poético de Ozu, cuya piadosa reflexión visual de nuestra autosatisfecha miseria se me asemeja al haiku del poeta Santôka (1882-1940), ahora traducido al castellano en una antología titulada La poesía zen de Sntôka (70 haikus esenciales) (CEDMA): "Sigo la luminosidad / y la oscuridad del viento?".

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