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Columna
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Los vanidosos

Desde que en aquella ciudad del norte, llamada Oablib, se supo que uno de sus barrios -de nombre Erruazorroz- iba a ser reducido a ruinas para ser construido de nuevo totalmente remodelado, se tuvo noticia de un raro fenómeno hasta entonces desconocido en la villa. Cuando los planos del nuevo barrio se materializaron en una hermosa maqueta con árboles, coches, personas y perritos en miniatura, se hizo evidente la necesidad de bautizar las calles para referirse a ellas. A pesar de que alguien sugirió que se nombrasen las calles con números, como los cuadros abstractos de Kandinsky, el perfume de Chanel o las avenidas de Nueva York, las autoridades decidieron, en último término, bautizarlas con los nombres de eminentes personalidades -preferentemente muertas, pero siempre con excepciones- que fuesen merecedoras de tal honor por una causa u otra. Aunque los promotores del nuevo barrio no lo sabían, habían dado el pistoletazo de salida a una loca y desesperada carrera de los próceres de la ciudadanía por conseguir una calle tocaya, o, cuando menos, pariente.

Muchos particulares -quienes, a pesar de haber acumulado durante toda su vida ciertos honores y distinciones, no tenían aún el mérito añadido de haber estirado la pata- pidieron por los cauces habituales que se inaugurase una calle con su nombre. La comisión del ayuntamiento encargada de la nomenclatura de las calles puso en lista de espera gran número de solicitudes de personajes muy importantes, argumentando que, aunque haber muerto no era concluyente, facilitaba bastante los trámites.

Los candidatos, por su parte, no perdían la esperanza, porque las obras iban lentas y ello, según les habían asegurado los propios responsables de la comisión, jugaba a su favor. Algunos analistas acusaron a la comisión de promover el suicidio entre intelectuales, artistas y políticos, pero no faltaron en el buzón de solicitudes otras cartas que reclamaban -mediante la recolección de firmas- la calle para el futbolista más destacado de la temporada, dando por sentado que era mucho más importante que aquellos tíos a los que no conocía ni dios.

Las obras del nuevo barrio continuaban, en un glorioso y progresivo desconcierto de martillazos y perforadoras, mientras que, paralelamente, la batalla por la concesión de las calles se encarnizaba. La ambición de la ciudadanía trascendió las inciertas fronteras de lo irreal, y todo el mundo quería que se inaugurase una travesía con su nombre: incluso los indigentes lo escribían en una hoja de papel que pegaban al muro con cinta adhesiva.

Para poner punto final a esta absurda guerra de vanidades, la comisión encargada de la nomenclatura urbana decidió sacar las chapas de las avenidas y calles más importantes a subasta, y venderlas al mejor postor. El resto de los nombres disponibles, correspondientes a pasadizos, costanillas y callejas, se sorteó democráticamente entre la población, pasando a llamarse las citadas vías públicas como amas de casa, viajantes de comercio, niños y embarazadas.

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