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Columna
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Cataluña-Territorios

Cataluña nos conmueve. Es lo que ocurrió a principios de siglo o durante la Segunda República. Quienes nos consideramos ombligo del mundo y probable destino final del Arca de Noé, debiéramos apreciarlo. Por aquel entonces, con los descendientes de Túbal ya instalados, nadie reparaba demasiado en Sabino Arana y sus ocurrencias, en general pintorescas. (No todas: vio un país donde otros, como Víctor Hugo, veían gente primitiva y festiva, llena de guirnaldas y feliz.) A lo que íbamos, Cataluña nos conmueve. ¿Por qué?

España es una construcción peculiar. Ni es, como a veces se dice, una de las viejas unidades políticas intocadas como Francia o el Reino Unido (tendríamos, por lo demás, que conocer sus truculentas historias, que no se cuentan), ni ese imperio que se deshizo como la vieja Austria-Hungría. Tampoco la amalgama de principados y electores que llegó a convertirse en Alemania, Prusia mediante. No, en efecto, Spain is different, ¿lo dijo Fraga? Lo dijo, pero con otras intenciones.

España fue lo que otros han llamado el-mundo-hispano. Ese mundo iba, hace no mucho tiempo, de la Península a Filipinas, y de allí a la Tierra de Fuego. Una extensión muy vasta que nunca conoció una metrópoli muy definida. ¿Quién era metropolitano? ¿Un López de Aguirre que iba en nombre del rey y luego se sublevaba? ¿El comerciante barcelonés circulando por el Mediterráneo? ¿O, quizá, la Compañía Guipuzcoana de Caracas? Nadie se sabía metropolitano. En todo caso, resultaba favorecido o no por la Corona.

Hacia 1824 los virreinatos americanos se secesionaron. Era el impulso de los tiempos. Desde entonces, la autonomía prevaleció. Incluso en los territorios secesionados. Puede verse la historia de México y su particular federalismo. Cuba fue autonomista hasta que EE UU intervino. Y en la supuesta metrópoli las cosas no iban mejor. Uno -sólo uno- de los grandes problemas de una España moderna era su articulación territorial. La Segunda República española puso bases sólidas para que eso se produjera. La guerra civil y Franco deshicieron toda esperanza. Desde entonces vivimos así.

Nuestro problema nunca ha sido cómo disgregarnos, sino el modo de integrarnos como España, que nunca se supo si era Madrid, la Meseta, Castilla o la Mancha del Quijote. ¿Quién es español? Que levante la mano el que lo sea. Si preguntáramos esto en un colegio, en un colegio de cualquier punto de la geografía española, nos sorprenderíamos del escaso número de brazos alzados. ¿El franquismo? Desde luego, pesó mucho. Pero había algo más hondo que puede explicarlo.

¿Hay alemanes en Silesia? Muchos aún. ¿En Baviera, la tierra anti-prusiana por excelencia? Todos. Aquí no. Aquí no hay españoles ni en lo más hondo de Castilla. ¿Por qué?

Falta identidad. Los del 98 fueron bastante patanes en esto: cuatro novelas de mérito, algún cuadro para cultivo de las elites, dos zarzuelas y alguna Iberiada de Falla o Albéniz... o de Picasso o Dalí. Eso es todo.

En Cataluña se va a constituir un Gobierno de izquierda. Con un PSC catalanista, una ERC independentista y una ICV que dejó de llamarse IU por eso mismo. Cataluña va a su aire, y está bien. ¿Qué haremos los vascos con eso de la "libre asociación"? Artur Mas no volverá a consultar a los oráculos, nos irritó.

El problema va a ser cómo articular España tras tantos siglos... y fracasos. Ése sí es un asunto al que debiéramos dedicar tiempo y atención. Discutamos sobre las propuestas del nuevo cap catalán, Pascual Maragall y sus elucubraciones. Las nuestras (Plan Ibarretxe) no sirven.

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