Alcantarillas
No sé si será por culpa del calentamiento global, de los desodorantes que se dedican a perforar la capa de ozono o simplemente del cambio de humor de las borrascas, pero a nadie debe coger desprevenido a estas alturas que el clima de nuestra Andalucía se esté tropicalizando y que a unos veranos de tostadora sucedan estas cataratas rabiosas y estos otoños de charcos hasta los tobillos. Tal vez hace diez o veinte años la gente recibiera la brusca innovación meteorológica con estupor o secreto alivio (entonces, en aquellos años en que la sequía obligaba a que fuese el aire lo único que puliese la carrocería de los coches), pero después del último lustro la sorpresa no puede arquear una sola ceja. Mirando desde la ventana de mi casa cómo la lluvia apedrea los parabrisas, las claraboyas y la media naranja negra del paraguas de algún suicida, he parpadeado y me he dado cuenta de que aquel momento lo había vivido ya muchas veces, y no precisamente porque, como afirman Platón y los jainistas, mi alma haya realizado un prolijo turismo por el espacio y el tiempo del universo antes de alojarse en el interior de mi esqueleto: por supuesto que yo había estado otras veces quemándome las canillas en el brasero, contemplando hipnóticamente la cortina de agua que velaba las ventanas, asintiendo distraído al repertorio de desastres que recitaba el Telediario. A bote pronto, mi memoria se remonta a unas borrosas navidades de tres o cuatro años atrás en que las tormentas me obsequiaron con unas anginas bien vistosas, con muchas ganas de divertirse y jugar al tobogán por mis arterias apaleándome con la fiebre correspondiente y en que yo oía el repiqueteo continuado de las gotas sobre el alféizar desde mi almohada empapada de sudor y con olor a pescado adobado.
No, a nadie puede atacarle a traición este diluvio a plazos, ni siquiera a esas autoridades ineptas que parecen mandar sus recuerdos a la cloaca con la riada de cada año. Cuando nuestras calles quedan anegadas y las alcantarillas se atoran porque sus conductos no dan más abasto para digerir líquidos, los ayuntamientos se encogen de hombros, delegan las responsabilidades en el cargo que ocupa el despacho más bajo y nos vienen con que las ciudades del Sur no están preparadas para estas incidencias, aquí el clima es cálido y seco y nuestras infraestructuras no pueden defenderse con solvencia de estos ataques de agua y fango, así que lo que el vecino de a pie debe hacer es conformarse y soportar con paciencia que las aceras se quiebren como obleas de chocolate, que el lodo invada las calzadas, que la inundación solape las matrículas de los coches y uno pueda recibir una refrescante ducha a traición en el momento de ir a emprender el cruce de un paso de peatones: quien no tenga botas de agua que se resigne a mirar la calle desde el balcón. A mí me parece que unos cuantos años de lo mismo, los que mi memoria me testimonia mientras observo la piscina en que antes yo solía aparcar mi Opel, ya podrían haberles servido de aviso y Sevilla podría contar con recursos de emergencia y redes de alcantarillado más potentes que solventaran todo este caos. Pero claro, qué íbamos a hacer aburriéndonos si las administraciones no mezclaran un poquito de desorden en nuestra rutina de todos los días.
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