Muerte y rabia en la mezquita
Un atentado con lanzagranadas en Bagdad mata a tres personas, entre ellas un líder religioso suní
"La responsabilidad directa de este crimen es de Estados Unidos", clama Abu Saad. Saad es un vecino del barrio de Al Huriya, al oeste de Bagdad. A las 6.50 de ayer (4.50 hora peninsular) lo despertó una fuerte explosión, seguida por otra a los pocos minutos. Corrió a la mezquita de Al Mustafa, contigua a su casa, y vio un gran agujero en la pared del oratorio. En el interior yacía sin vida el muecín Abdul Kuddus.
Fuera, junto al generador en llamas y dos vehículos destrozados, estaban los cadáveres de dos vigilantes. Saad, que conocía personalmente a todos, ayudó a retirar a los muertos y a evacuar a dos heridos al cercano hospital de Al Kadumiya.
Saad no piensa que fuesen estadounidenses los dos hombres que, según algunos testigos, atacaron la mezquita con un lanzagranadas RPG desde la azotea de la escuela, al otro lado de la calle. Pero alega que "los americanos no nos dejan defendernos, ellos son los responsables de nuestra seguridad y sus errores están costando la vida a muchos iraquíes".
Cuando se insiste en preguntarle, más allá de la responsabilidad de la Administración ocupante, quién puede estar detrás del ataque a un centro religioso, Saad se vuelve lacónico. "Hasta ahora los musulmanes nos hemos llevado bien entre nosotros", contesta marchándose.
Tampoco el director de la escuela primaria Al Yamama, que ayer se vio forzado a dar vacaciones a sus 750 alumnos, quiere aventurar siquiera una hipótesis sobre la autoría. "No tengo ni idea", dice encogiéndose de hombros. Pero los centenares de curiosos, todos varones, que se agolpan en torno al edificio, sí tienen una idea muy clara de lo que significa. La mezquita Al Mustafa es suní y en Al Huriya -un barrio miserable de calles sin asfaltar que carece de alcantarillas o alumbrado público- conviven 300.000 personas, de confesión suní y chií en proporciones similares.
Los atentados que sacuden Irak desde el final de la guerra pertenecen a tres categorías diferentes, aunque a veces se entremezclen. Los ataques de la resistencia contra las tropas extranjeras, protagonizados en su mayoría por antiguos baazistas; los atentados terroristas contra las sedes de la ONU o la Cruz Roja, tras los que se adivina la mano de Al Qaeda y el fundamentalismo islámico, y las agresiones contra líderes religiosos de las distintas comunidades que conforman el país.
Estos últimos -cuya expresión más bárbara fue el asesinato del ayatolá Mohamed Baqr Al-Hakim y otras 82 personas el pasado 29 de agosto en la ciudad santa chií de Nayaf- son los más oscuros. Nadie los reivindica y el propio Sadam Husein, a través de las grabaciones clandestinas enviadas a la cadena Al Yazira, se ha desmarcado de ellos. El propósito, sin embargo, parece claro: azuzar el enfrentamiento entre la minoría suní y la mayoría chiíta y crear las condiciones para una guerra civil y religiosa.
Aunque los vecinos se mostraban ayer consternados, el ataque no les cogió por sorpresa. De hecho, entre los muertos había dos vigilantes. Tres horas y media después del atentado, la mezquita estaba tomada por milicianos armados con fusiles Kaláshnikov y pistolas, algunos con el rostro tapado por una kufia. No pertenecían a la policía iraquí, puesta en marcha por la Autoridad Provisional de la Coalición (CPA), ni tampoco al cuerpo de defensa civil que colabora con las tropas ocupantes. Formaban parte de alguno de los ejércitos privados que en teoría se han disuelto, pero en barrios como Al Hurriya son los dueños de la calle.
Cuando se produjo el ataque, ya había concluido la hora de la oración. De haberse adelantado unos minutos, habría sido una carnicería. Ayer, durante el rezo del mediodía, la mezquita de Al Mustafa no tenía muecín y estaba llena de escombros, pero los fieles la abarrotaban como nunca.
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