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DON DE GENTES
Columna
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El pequeño tamborilero

Elvira Lindo

A MÍ, LA CANCIÓN de El pequeño tamborilero me toca la fibra. Fue el primer disco que compró mi padre con el tocadiscos Philips. Nos compró sólo ése y hasta que nos compró el siguiente pasaron lo menos dos años. Miento, el siguiente disco nos los ganamos mis pobres hermanitos y yo con las chapas de Mirinda. Pero a lo que iba, que durante dos años escuchamos solamente El pequeño tamborilero. Lo escuchábamos por navidades, pero también el resto del año. Teníamos otro disco que le habían regalado a mi papá al comprar el tocadiscos, que era de efectos de sonido. Se oía un tren pasando por un túnel, y mi papá nos hacía callarnos para que escucháramos el silbato del tren, y cerrábamos los ojos y un escalofrío de emoción recorría nuestras espinas dorsales. La vida se resumía en esos dos discos: el tamborilero, perpetrado por Raphael, y el tren. Cuando estábamos concretamente hasta los huevos de escuchar El pequeño tamborilero, descansábamos con el tren de las narices. Luego llegó el disco de Mirinda, concretamente Embustero y bailarín, y ya nos convertimos en unos melómanos de tomo y lomo. Y es que, lo que yo digo, lo importante es haber tenido en esta vida una educación musical. Es una base que te acompaña toda la vida. Así mismo se lo dije a Josep Pons, el director de la Orquesta Nacional, con el que cené la otra noche, bueno, yo y veinte más, pero yo sólo tuve ojos para Pons, que tiene cara de pájaro y mueve los ojos de la misma forma nerviosa que los mueven los pájaros, que parece que captan sonidos que nosotros, las personas humanas, no percibimos. Yo le conté a Pons lo de Mirinda, lo del tren, lo del pequeño tamborilero, y él, a cambio, me contó historias estupendas del gran Joan Brossa. Contaba Pons que la casa del viejo Brossa estaba decorada, o antidecorada, con el caos de los grandes artistas, que en el suelo se amontonaban los periódicos y los artilugios recogidos de aquí y de allá, como si nunca nadie se hubiera encargado de poner orden. En esto que llegó un funcionario del juzgado dispuesto a embargarle por falta de pago, y cuando vio el panorama, el funcionario tuvo un momento de piedad y dijo: pero qué voy a embargar aquí, si este hombre no tiene nada. El funcionario se sentó con el poeta y le contó que estaba a punto de jubilarse y que en su retiro le gustaría tener un puesto de conserje, de guardia o cosa así. Y entonces, Brossa, el casi embargado, le dijo: "Espérese, que yo tengo un amigo que igual le puede conseguir algo". Y hecho: le consiguió un trabajillo al funcionario que a punto estaba de echarle a la calle. No me digan. Esto sí que es un cuento de Navidad maravilloso. En esas estábamos, intercambiándonos confidencias: yo le confesé a Pons que a mí había música clásica que me ponía, concretamente, de los nervios. Por ejemplo, Parsifal, de Wagner. Y él me dijo: tú no te acomplejes, que en la música no había nada que comprender, que o te llega o no te llega. Me dejó supertranquila, la verdad. No le conté que tras mi experiencia de hace dos años al soportar Parsifal durante cinco horas, tuve que escribir mis artículos sentándome en un flotador y con la inestimable ayuda de Hemoal. Tampoco le conté que a la casa far-maceútica que fabrica tan maravilloso producto le mandé un reclamo publicitario que se me había ocurrido viendo dicha ópera. Mi frase era: "Hemoal, contra el mal de Parsifal". Yo imaginaba a una señorita muy mona que se metía en los servicios del Teatro Real con cara de sufrir en silencio en uno de los descansos de dicha ópera wagneriana y salía luego con una sonrisa y decía la mítica frase. No coló, a los publicitarios les dio miedo que se nos echaran encima los operísticos y retiraran el anuncio. Y no me extraña, tal y como están las cosas. En total, que no le conté a Pons lo de mis problemas derivados de Parsifal, porque yo notaba que él me estaba cogiendo una admiración enorme, y me dije a mí misma: que no se le caiga el mito. Por otra parte, la conversación se cortó porque se acercó a nuestra mesa un hombre con cuerpo de sílfide. Era Boris Izaguirre. Yo le dije: Boris, te encuentro silueteado. Y él se subió el pullover y nos enseñó la liposucción que le había perpetrado el doctor Monereo, que, por cierto, estaba cenando con él y me lo presentó por si alguna vez me decido, en vez de machacarme en el gimnasio, a cortar por lo sano. Yo lo haría, pero Isabel Coixet dijo, refiriéndose a Isabel Allende, que no se puede esperar que una mujer operada sea una buena literata. Y claro, eso me echa para atrás. Y eso que sé que Monereo me haría buen precio, porque el mundo de la literatura lo tiene poco trabajado y yo rompería una lanza (y falta hace). Al día siguiente me llegó el libro de Boris, Fetiche, y me di cuenta de que los dos habíamos sido fans del torso del nadador Mark Spitz y sus siete medallas. Yo de pequeña quité de encima de mi cama el retrato del niño Jesús y puse el de Mark. Así de rápida fue mi crisis religiosa.

Lo que le contaré a Pons la próxima vez que le vea es que el otro día me monto en el Pont Aeri y, sin previo aviso, empieza a sonar por el altavoz El pequeño tamborilero en versión de Plácido Domingo. Menos mal que las ventanillas de los aviones no se pueden abrir porque pensé muy seriamente en suicidarme. Y eso, que se lo quiero contar a Pons, a ver si es que yo me tomo la música muy a pecho.

El cantante Raphael.
El cantante Raphael.SANTI BURGOS

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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