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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Historia de un casco

Jacinto Antón

Adelante, adelante, a todo gas, entre el humo acre, sorteando los carros de combate incendiados... "Pero, hombre de Dios, ¿adónde me va usted con ese casco?". Las palabras del agente de la Guardia Urbana que me había dado el alto disolvieron la ensoñación. Yo ya no galopaba sobre una poderosa moto como el oficial alemán Diestl (Marlon Brando) en la célebre secuencia de El baile de los malditos. Entre las piernas llevaba sólo un triste ciclomotor y el día gris y desabrido en un chaflán de Pau Claris carecía de la grandeza de los horizontes del desierto libio retratados en esa escena de la película. No me parezco mucho a Brando, pero -eso sí- me tocaba con un flamante casco de acero nazi. "Pues qué quiere que le diga, será flamante, pero no cumple las especificaciones", observó desapasionado el agente. Le discutí que para detener la metralla no tenía rival y que, en cambio, el de Apollinaire no protegió al poeta en el 16, cerca de Verdún, pero hube de convenir con el guardia que mi casco era considerablemente pesado y carecía de barbuquejo. Acordamos que él me multaba y yo me llevaba a casa la épica y a Apollinaire.

Un casco de la II Guerra Mundial quizá no sea un regalo muy usual, pero rastrear su procedencia es toda una aventura

El casco es un regalo. Un casco de acero nazi quizá no les parezca a algunos un buen regalo, pero yo no me cuento entre ellos. Romeu, dibujante, escritor y amigo (aunque realmente no sé por qué el padre de Miguelito ha tenido la generosidad de incluirme en esa categoría), apareció el otro día por el diario con una bolsa de plástico y me la entregó sin más ceremonia. "Te gustará", zanjó. La abrí y me quedé pasmado ante el perfil de metal viejo, amenazador y oscuro. Qué quieren que les diga, a otros les va la lencería. "También tengo una bayoneta, arrebatada por la Resistencia francesa a un soldado alemán, pero no te la voy a dar", me dijo Romeu, para disimular que le había conmovido mi entusiasmo. Puestos a fardar, le hablé de mi cuchillo kukri, de los gurjas. Él me dijo que tiene seis, que los de las Malvinas se encuentran en Barcelona a 2.000 pesetas y que en una feria en Banyoles adquirió un machete plegable de los Chindits, las tropas especiales de Wingate en Birmania. La gente no para de sorprenderme. La otra semana Arturo Pérez-Reverte me explicó que es el orgulloso poseedor de un sable de coracero napoleónico procedente de Waterloo. En fin, desde el primer instante en que vi el casco supe que no descansaría hasta averiguar su historia. Eso es lo que me gusta de los objetos, rastrearlos. Romeu no sabía mucho. "Me lo regaló un amigo, Walter Ries, cuyo padre era alemán. El casco era de él, del padre, pero ese hombre no luchó en la II Guerra Mundial, sino en la primera, y entonces llevaba casco con pincho". Sí, un pickelhaube. No era el caso del mío, un casco del ejército hitleriano típico con su inconfundible aire a lo yelmo de Darth Vader. Un somero vistazo me permitió fecharlo, por sus líneas, en 1942. Era, pues, un modelo M42 y la insignia pegada en el lado izquierdo, un águila en color marfil, en vuelo y con una esvástica entre las garras, la denominada luftadler, lo identificaba como de la Luftwaffe, la fuerza aérea. Qué emocionante.

Tras varios días de estudio de la pieza y consulta de obras de referencia, como Story of the german steel helmet, de Bauer, y A collector's guide to the Reich militaria. Detecting the fakes, de Lumsden, descubrí muchas cosas. La principal, que no se trataba de una falsificación (lo más corriente en el caso de los cascos alemanes de la II Guerra Mundial). Así lo probaban todas las características del objeto y los números de serie medio borrados en la nuca y en uno de los laterales. La marca NS06 significaba que el casco había sido manufacturado en la fábrica Vereinigte Deutsche Nikelwarke, de Schwerte (sí, parece una frase de Jerry Lewis en ¿Dónde está el frente?). Por otro lado, ningún falsificador en su sano juicio hubiera incluido la desconcertante inscripción en el revestimiento interior de cuero: "Adolf Hitler a mi amigo Pepe".

Lo más interesante, por supuesto, era determinar en qué peripecias bélicas se había visto involucrado el casco. He de confesar que en este asunto he tenido que dejar volar la imaginación. El casco podía haber pertenecido a un valeroso soldado de la Flakartillerie, unidades antiaéreas que, armadas con los potentes 88, fueron el terror de los tanques aliados (masacraron, por ejemplo, la primera oleada de carros de Montgomery en El Alamein). Podía haber protegido acaso la cabeza de un miembro de las Luftwaffen Feld-Divisionen, las fantasmagóricas divisiones de tierra de la Luftwaffe. O, con suerte, el casco quizá fuera de un combatiente de la división Hermann Göering, la unidad de élite que combatió volcánicamente junto al Etna, en Anzio y en Montecassino, antes de ser aniquilada en 1945 en Elbing, Prusia. Esta posibilidad me alucina porque significa que el casco hace juego con la corneta que adquirí en un anticuario callejero de Vic y que resultó pertenecer a un regimiento canadiense entre cuyos honores figura el de haber combatido en los mismos sitios.

El caso es que el lunes, insomne en la soledad de la noche, me asomé al casco, que tiene un tacto frío y desazonador, y vomité preguntas en la gran oreja de acero. De la oquedad cavernosa, transformada en áspera garganta, pareció brotar un eco de tonalidad mántica a lo Calcante. Me sobresalté, irracionalmente convencido de que el casco había pertenecido a alguien que murió con él puesto. Escuchando mejor, me di cuenta de que lo que emanaba eran fragmentos de La guerra como experiencia interior, de Jünger. Descripciones terribles de la primera contienda mundial: "Nieblas fláccidas y jirones de gas tóxico flotaban en torno a los árboles esqueléticos. Se percibía el olor de hombre en putrefacción. Dulzón, ignominiosamente tenaz, pesaba como una capa de plomo sobre la tierra. Campos de cadáveres, sus caras retorcidas en el atroz realismo de las antiguas crucifixiones. Cuando marchábamos sobre ellos, los pies dejaban trazas fosforescentes".

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El casco sólo calla cuando me lo pongo. La verborrea de acero se sublima entonces en visiones extrañas. En casa les inquieta que me lo cale y en la calle la única manera discreta de usarlo es yendo en moto, aunque sale caro. Le he tomado al casco un gran apego. Pero cada vez comprendo más por qué me lo han regalado.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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