Aznarín en Doñana
Disfruta el Príncipe de unos días de holganza, merecida por demás, en sus vastos dominios de Doñana. Paseos tempraneros por las dunas, a perseguir el rastro de la víbora, cual si de un diablo morisco se tratara. Otear, entre suspiros, la silueta de Rota allá a lo lejos, guardiana del mundo de su amigo Bush. A mediodía, el vuelo altísimo del águila imperial. Por la noche, la berrea del macho dominante. Todo, absolutamente todo, antójasele espejo de sus días. Y desde luego el atardecer, la miríada de anátidas en feliz alboroto, la focha prolífica como el simpático somormujo, con total despreocupación de qué comerán ni qué impuestos no pagarán. Estampa sublime de la patria que él deja, en fin, por voluntad propia. Más suspiros.
La hora del café. Salón de palacio del ameno lugar. Las paredes, orladas de trofeos fotográficos. Un Alfonso XII alanceando un jabalí, un Alfonso Guerra numerando galápagos. Qué chusca diferencia, señor. Aznarín sonríe, burlón. La copa grande de coñac en una mano, el mostacho la otra acariciando. Agítase el líquido ambarino con la parsimonia de un pensamiento rotundo.
Entra Arenín. Aire jovial, aunque forzado. El Príncipe nota, nada más verle, que alguna preocupación le vuelve esquiva la mirada.
-¿Qué te desazona, buen amigo? -Arenín hurta el dardo implacable de esos ojillos, que tan bien conoce, y teme. -Vamos, séme franco, como sueles.
-Mi señor, héme asombrado yo mismo del volumen que cobra la añagaza.
-¿A qué te refieres? -Por toda respuesta, el leal servidor alarga un infolio. El Príncipe lo toma, no sin cierto recelo. Resbalan esas pupilas traidoras por una turba de números incómodos. -No me canses y resúmeme. Balbucea Arenín: -Cinco mil millones de nuevos doblones, en más o menos. -¿Y eso te desasosiega? Pues yo creía que eran más. Hay que llegar a los diez mil, hasta que esos rebeldes aprendan a votar como Dios manda. -Señor, es que ya no sé con qué argucias dar largas a Chavelón en Malo... sin que se me vea el trasero, con el frío que hace. -Anda, tonto, ya se te ocurrirá algo. Si no, pregúntale a Marianín, que de eso sabe mucho. Ahora, sígueme.
Patio interior del palacio. El Príncipe conduce a su escudero por un imprevisible discurso, al hilo de unos macetones donde a duras penas sobreviven los bonsáis que allí dejara el anterior inquilino.
-Ya ves lo que ha quedado del pérfido González, al que echaron las urnas, no lo olvides. Unos cuantos esmirriados arbolillos, cada día más decrépitos. A eso se reduce el paréntesis de esos malvados moriscos. ¿Y te vas a preocupar por cinco mil millones de nada? Mira allá los ánsares del cielo, en manadas viniendo a comer a mis manos, cual mensajeros de un orbe en paz, reconociendo a su natural señor; y acullá las espátulas, y el halcón peregrino, y ... ¿y qué es aquello, Arenín?
-Un helicóptero, señor.
-¿Helicóptero dices? No espero a nadie. He dado órdenes...
-Lo siento, alteza serenísima, pero hemos de volver raudo a la corte. Antes no me atreví a decíroslo, pero algo muy grave ha acaecido a nuestras huestes allende los desiertos, do mora el moro malo.
-Ah, bueno. Me habías preocupado. Creí que de veras te inquietaba lo de la deuda esa.
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