El ocaso de las plazas
En otros tiempos la plaza fue lugar de encuentro. La gente quedaba en la plaza. Los críos jugaban en la plaza. Las ciudades eran pensadas desde la plaza, en torno a la plaza, que era el lugar público por excelencia, como antes lo fuera el ágora griega y el foro romano (plazas en realidad, aunque recibieran otro nombre). Luego ya no. Hoy ya no. Barcelona tiene un número amplio de plazas que no están pensadas para uso y disfrute de la población. Ni siquiera se ha proyectado que los peatones puedan llegar a ocuparlas. Al contrario. Son espacios vacíos, integrados en el paisaje taller de las máquinas, que decía Ernest Jünger.
Barcelona. Plaza de Francesc Macià. ¿Cómo se llega hasta la zona verde central? De ninguna manera. Se trata de un pedazo de nada rodeado de tráfico por todas partes. Sólo la protesta contra la invasión de Irak (una intervención que responde también a una cierta concepción maquinista de la vida y de la sociedad: fue una guerra de máquinas contra máquinas donde las personas apenas si contaban; si cuentan) logró convertirla en punto de encuentro de seres vivos, animados.
No lejos de allí, porque en Barcelona nada está lejos, se encuentra la plaza de Ildefons Cerdà, convertida en desierto. Puede ser vista y sufrida desde la pasarela elevada que utilizan los seres humanos para cruzar uno de los lugares más inhóspitos de la posmoderna modernidad, pero no puede ser usada. Se proyectó colocar allí una escultura. Se desechó por caro el proyecto de Mariscal. A nadie le pasó por mientes acercarla a las personas. No. Las plazas no son, ya, para eso. Como no es para las personas la llamada plaza del Carbón: situada frente al barco artificial de World Trade Center.
La de Lesseps es y no es una plaza. Responde a la lógica de tantos otros puntos: ordenar el tráfico.
La plaza de Les Glòries Catalanes, pensada por Cerdà como centro de Barcelona y convertida en no se sabe qué, vive con serios problemas de identidad: no hay quien sepa si va o si viene. Sólo una cosa parece clara: su futuro es el de las grandes ciudades entregadas a los coches: el paisaje taller de motores, hierros retorcidos en forma de chasis, olores de gasolina y aceite, velocidades inertes de movimientos sin éxito.
Expulsado del paraíso del espacio público, el ciudadano se refugia en el espacio privado que son los centros comerciales: la Illa Diagonal, Glòries, Diagonal Mar, Maremàgnum, Heron City son hoy los puntos de encuentro por los que pasear. Espacios de uso público, pero de propiedad privada, tan privatizados que hasta la policía es privada y la lógica de los movimientos es, precisamente, la privatización, el mercado, la compra y venta de objetos. Allí se está para comprar, se compre o no alguna cosa.
En la plaza, los objetos eran naturales y el hombre, la medida de todas las cosas. En el centro comercial, todo es artificio, producto de la producción en cadena y encadenada. Y el hombre deja de ser la medida para ser, meramente, el comprador o el vendedor de todas las cosas. de las que son y de las que no son.
La naturaleza de la plaza se mostraba esplendorosa en los árboles y los parterres. En los centros comerciales hasta la luz procede de la transformación de la naturaleza. Es cierto que la luz eléctrica es un gran avance: hace que los días de los centros comerciales duren mucho más que los días naturales. Que se prolonguen mientras las tarjetas de crédito dispongan de fondos suficientes y los almacenes de género.
Y esa nueva lógica hace que el hombre (hombre y mujer, el humán, que diría Jesús Mosterín) ya no se relacione con su prójimo como igual. Son cazador y pieza. Aunque los papeles puedan ser intercambiables: el vendedor puede ver al comprador como una presa; el comprador puede ver la tienda como una inmensa zona de caza.
Son relaciones diferentes de una ciudad diferente donde la plaza (lo público) ha variado su sentido.
Hubo un momento en el que pareció que los barceloneses estaban dispuestos a recuperar la publicidad espacial. Fue cuando se celebraron los Juegos Olímpicos y recuperaron la calle. De pronto, avenidas que antes eran casi aparcamientos al aire libre se llenaban de personas que las paseaban. Las aceras, desde entonces, han ido creciendo y se han ganado terrazas donde estar, pero las plazas siguen sin ser recuperadas. Ni siquiera las nuevas o reformadas se proyectan a la media del pie.
Y hay ganas. Baste pasear por Gràcia (posiblemente la Barcelona más placeada, más de uso público, aunque se aprecia ya la tendencia a privatizarlo por parte de bares y tugurios) en una noche de fin de semana, con o sin lluvia, para comprobar que el ser humano (el barcelonés incluido) tiende a ocupar las plazas cuando existen. También se puede observar cómo se llena la incómoda plaza de Catalunya o los interiores de manzana ganados uno a uno en el Eixample, en un duro pulso contra una especulación que se inició hace siglo y medio. La gente accede incluso, contra viento y marea, coches y autobuses, a la plaza de Tetuán ¡tan aislada por tanto tráfico!
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