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Economía e hipocresía en 'La Traviata'

Hace unos días pasé una tarde maravillosa asistiendo a la representación de La Traviata en el Teatro Real. La actuación de actores, director y orquesta fue magnífica, y no descubro nada al decir que esta obra de Verdi es una cumbre del arte operístico. La música, inspiradísima, arrebatadora, envuelve la acción dramática y se adapta a ella como un guante de seda. Es bien sabido que el libreto, de Francesco Piave, frecuente colaborador de Verdi, está inspirado en La dama de las camelias, de Alejandro Dumas hijo, aunque hace esfuerzos por distanciarse del original trastocando los nombres e introduciendo otros cambios, el más importante de los cuales es la escenificación de la agonía y muerte de la protagonista, que no se narra en la novela. También es sabido que la novela es en gran parte autobiográfica, aunque con un elemento totalmente ficticio, elemento que es central en la versión operística de Piave: el papel del padre del protagonista, que encarna la rigidez y la hipocresía burguesas, aunque cante una de las mejores arias de barítono del repertorio verdiano.

La figura central de la ópera es la cortesana (extraviada, traviata) Violetta Valéry, enamorada de un joven galán, Alfredo Germont, con el que convive por unas semanas hasta que el padre de él se presenta en la casa y la convence de que abandone a su hijo para no arruinar el prestigio y la posición de la familia. Ella lo hace, fingiendo infidelidad, lo que provoca el despecho de Alfredo en una escena de gran tensión en casa de unos amigos. Por último, ella, abandonada, muere de la tuberculosis que la aquejaba, acompañada in extremis de Alfredo y de su padre, el cual lamenta su propia obcecación y egoísmo. La obra en su día provocó escándalo por ser la extraviada la noble heroína que se sacrifica en beneficio de la familia de su amante, y el respetable padre el villano de la acción. Como se dice en el folleto-programa, "La Traviata es una crítica corrosiva a las costumbres hipócritas de una sociedad burguesa que se mueve por valores falsos".

Sin embargo, las cosas en la realidad fueron menos fieles al libreto. Como dije, el personaje ficticio es el de Germont padre, el que encarna la hipocresía burguesa. En la vida real las cosas fueron más prosaicas. Dumas hijo se enamoró de la cortesana Marie Duplessis (en la novela, la inmortal Marguerite Gautier), y vivió con ella un idilio tormentoso; pero no fue Dumas padre quien causó la separación. Hubiera sido muy extraño que el donjuanesco y bohemio autor de Los tres mosqueteros hubiera adoptado una actitud severa ante una aventura de su hijo. Aunque ya maduro cuando su vástago le presentó a la Duplessis, él tenía las amantes a pares. Al parecer, su única reacción fue preguntarle cuando estuvieron a solas: "¿No te habrás enamorado de veras?", a lo que el otro contestó: "No. Mi amor es de pura lástima". El caso es que el idilio fue atormentado porque Marie Duplessis no estaba dispuesta a abandonar su lujoso tren de vida, y para ello necesitaba a sus amantes ricos (Dumas hijo no lo era, y el padre estaba siempre entrampado), que ella también tenía a pares cuando no a tríos. Fueron sus infidelidades reales (no fingidas, como en la ópera) las que finalmente decidieron al desgraciado amante a romper la relación y acompañar a su padre a viajar por España. A su vuelta supo que Marie Duplessis había muerto.

En la vida real, por tanto, no fue la moral burguesa la que truncó el amor romántico, sino las necesidades económicas de la heroína y los celos del galán. La hipocresía no correspondió a un pater familias rígido y convencional, sino a un novelista que escondió los motivos sórdidos o prosaicos de los amantes y acudió al recurso fácil de culpar al fariseísmo de la sociedad del fracaso de una relación sentimental sublime y conmovedora. Años antes, el abate Prévost había sido más auténtico al escribir Manon Lescaut, heroína novelesca que explota a sus amantes para sobrevivir y mantener a su amado, con el que al fin logra emigrar a América, para ellos tierra de promisión.

En realidad, lo que uno percibe detrás de esta pequeña historia de tergiversación y desplazamiento de culpa es un exceso de pereza mental y de corrección política. En el fondo yo creo que la propia sociedad burguesa prefería ser tachada de rígidamente moralista que admitir que eran motivos económicos los que movían a sus individuos. La lucha intelectual contra el materialismo -que hoy es generalmente aceptado, aunque se escuchen frecuentes lamentaciones por este hecho- fue larga y encarnizada. Costó más de un siglo y dos guerras mundiales que la sociedad admitiera con generalidad los descubrimientos de las tres grandes mentes que revolucionaron el concepto que el hombre tenía de sí mismo: Darwin, que le dio un origen común con el de las otras especies animales; Marx, que dio primacía en sus acciones a las motivaciones materiales, es decir, económicas, y Freud, que desveló la importancia de las motivaciones instintivas primarias en la conducta humana, subrayando de nuevo nuestra naturaleza animal.

Pero aún hoy día persiste la ceguera acerca de los problemas básicos de la sociedad actual. Lamentamos la aterradora pobreza del Tercer Mundo, causa de números enormes de muertes por hambre y enfermedad; de la emigración desesperada y casi suicida que presenciamos diariamente en las costas del sur de Europa, y que indudablemente está relacionada con la mayor parte de los conflictos armados y terroristas en el mundo. Sin embargo, en vez de señalar como su verdadera causa el enorme aumento de la población, sin precedentes históricos, que experimentan precisamente los países más pobres, preferimos culpar a los países ricos (siempre es la burguesía la culpable) casi por el mero hecho de serlo. Lo malo de esta traslación de culpa no es sólo que implique una considerable falsedad: lo malo es que, precisamente por ser falsa esa atribución, impide dar con el remedio adecuado de este problema, que constituye la amenaza más grave que se cierne sobre la sociedad y la naturaleza en el siglo XXI. Unos, en virtud de unos principios morales o religiosos totalmente desfasados, pretenden que la reproducción ilimitada es un derecho humano inalienable de origen divino, como si el principio bíblico "creced y multiplicaos", promulgado cuando sólo unos pocos millones poblaban la Tierra, pudiera seguir rigiendo hoy cuando ya somos muchos más de 6.000 millones. Otros, reflejando mecánicamente los análisis leninistas sobre el imperialismo, que, por añadidura, quedaron categóricamente refutados por la historia reciente, se obstinan en reclamar que los países ricos resuelvan el problema a base de transferencias de riqueza, fórmula por definición inoperante por grandes que fueran esas donaciones, porque en lugar de atacar de raíz el problema, tales dádivas, como la experiencia demuestra, son sólo paliativos en el mejor de los casos (y en el peor, y más frecuente, contribuyen a agravar el mal, fortaleciendo a gobiernos corruptos). La solución prosaica y materialista, pero eficaz, reside en las campañas de educación y de control de la natalidad. Mientras no lo reconozcamos así y obremos en consecuencia, veremos desarrollarse ante nuestros ojos un drama mucho más desgarrador y más verdadero que el que nos cuenta y nos canta La Traviata.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá y miembro de la Sección de Historia de la Academia Europea.

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