En el infierno
El tiempo pasa, no me necesita para pasar. Hace ya seis meses que estoy secuestrado legalmente por el poder marroquí. Noticias desde el frente: el domingo 12 de octubre, un joven detenido ha muerto en su celda del sector J, seguramente de tuberculosis, una enfermedad que causa estragos en la cárcel. De hecho, en mi corredor hay cinco tuberculosos en cuarentena en una celda. Cuarentena es mucho decir, ya que circulan libremente por el sector. Intercambio mis periódicos en árabe con uno de ellos. Plantu, el dibujante de Le Monde, ha solicitado verme; no recibe el permiso del Ministerio de Justicia. No es un amiguete de Jacques Chirac; si no, hubiese obtenido la autorización. Finalmente, en su santa misericordia, la Administración penitenciaria ha accedido a interesarse por el caso del joven Wadie Laalaili, enfermo de cáncer. Como todavía le quedan cuatro meses de cárcel, la Administración penitenciaria le ha propuesto realizar una petición de gracia real antes de la fiesta del Aid que cierra el mes de ramadán. En vez de morir en la cárcel, le ofrecen hacerlo fuera, en libertad.
En la cárcel están las gemelas de Rabat, de 14 años, por conspirar contra el rey
Esto es Fort Knox. Los estadounidenses van a creer que los marroquíes tienen a Sadam Husein
En lo que a mí respecta, la cárcel se ha convertido en un infierno. La publicación de mis artículos tiene algo que ver con ello. El director de este presidio, Adelati Belghazi, un ex abogado bien cebado y cuya cara sonriente parece directamente salida de un cuento de las mil y una pesadillas, ha decidido poner fin a la circulación de mi prosa. Mi carcelero jefe ha decretado que mis pasos por el patio o por los corredores del sector deben estar estrechamente vigilados por un guardia, o por un soplón, para que sea más discreto. Cuando utilizo la cabina telefónica para llamar a mi familia, un funcionario se coloca a mi lado. Todos los prisioneros que desean visitarme son amenazados con represalias. A Abdallah Buarfa le informaron de que corría el riesgo de quedarse sin una reducción de pena; lo mismo para el saharaui Ahmadú Bamba; y en cuanto al tunecino Mohamed Murad Maala, llamado "el gordo Murad", le han caído siete días de calabozo bajo un pretexto falaz. El resultado es que nadie viene a verme. Ni siquiera los ordenanzas encargados de la limpieza se aventuran ya por mi corredor. Así pues, me he vuelto un habitual de la escoba y la fregona. Una gran victoria sobre mí mismo y mi pereza.
Última vuelta de tuerca: el señor director ha instalado en mi celda dos antenas para interferir el teléfono móvil y está instalando una tercera. Esto ya no es una cárcel, es Fort Knox. Los estadounidenses van a creer que los marroquíes tienen a Sadam Husein. El otro día descubrí por casualidad la sala de visitas de los islamistas encarcelados en Salé tras los atentados terroristas del 16 de mayo. Las ventanas con barrotes dan directamente al patio de mi sector. Si uno se coloca debajo y se concentra en los ruidos y susurros, llega a percibir retazos de conversaciones, súplicas, algunos consejos y muchas frases inaudibles. Ninguna risa. Quinientos ochenta barbudos de la Salafia Yihadia (Salafismo Combatiente) han pasado por la cárcel de Salé antes de ser trasladados, aquellos con las condenas más largas, a Kenitra o Casablanca.
La Salafia es una nebulosa, un espantapájaros que el aparato de seguridad marroquí y algunos sectores de la izquierda socialista han utilizado para teorizar sobre la conspiración islamista. Durante el juicio de este verano contra los islamistas salafistas, los marroquíes descubrieron que los "grupos" de la Salafia Yihadia estaban diseminados por todo el reino: "grupo de Rabat", "grupo de Casablanca", "grupo de Fez", etcétera. Aunque estos grupos aparentemente no tuvieran ningún vínculo entre sí, salvo su odio contra el régimen y Occidente, era absolutamente necesario encontrarles un guía o, al menos, un inspirador. Los servicios secretos encontraron a dos: Hassan Kettani y Abu Hafs, dos jóvenes predicadores (ninguno de ellos supera la treintena) convertidos, sin pretenderlo, en los teóricos de la Salafia Yihadia. Kettani y Abu Hafs estaban detenidos en la prisión de Salé cuando fui encarcelado en mayo. Estaban aquí desde hacía varios meses, mucho antes de los atentados. No pude hablar con ellos, pero otros prisioneros del sector A los frecuentaron. Hassan Kettani es un ulema, un doctor de la fe, hijo, nieto y sobrino de ulemas. Su abuelo fue consejero del rey de Arabia Saudí en los años setenta y su tío Driss es uno de los fundadores del consejo de ulemas de Marruecos, la jerarquía del islam marroquí. Es decir, que el joven religioso ha estado inmerso durante toda su vida en el estudio del islam.
Considerado el protegido del doctor Abdelkrim Jatib, el teórico jefe del partido Justicia y Desarrollo (PJD islamista), saltó a las primeras páginas unos días después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, cuando dictó, junto con su tío Driss y una quincena de prestigiosos ulemas, una fatwa (decreto religioso) pidiendo a las autoridades que no se aliasen con Estados Unidos en su guerra contra Afganistán y prohibiendo a los musulmanes recogerse en las iglesias, como habían hecho decenas de dignatarios marroquíes en la catedral de San Pedro de Rabat como señal de solidaridad con las víctimas. Esta fatwa fue mal digerida por Palacio, que reaccionó intimidando a algunos ulemas firmantes o destituyendo a otros. Hassan Kettani fue relevado de su puesto de imam de una mezquita de Salé y acusado de "desviacionismo" y de "no respetar el rito malekita"; fue detenido y acusado por este crimen cuando las bombas estallaron en Casablanca.
Así es como este hijo de buena familia (del que uno de sus hermanos fue ministro bajo Hassan II) pasó, por arte de magia de los servicios secretos, del estatuto de herético al de teórico de la Salafia. Antes de ser condenado a 20 años de cárcel, lanzó al tribunal: "La única explosión de la que puedo hablar es cuando estallé de risa al leer las acusaciones dirigidas contra mí". El otro cómplice, Abu Hafs, fue juzgado junto a Kettani. Su verdadero nombre es Abdeluahed Rafiki y, al igual que Kettani, atrajo la atención sobre él en 2002, cuando fue detenido y condenado a varios meses de cárcel acusado de ser el guía espiritual de un grupo de jóvenes fanáticos que patrullaban por un suburbio miserable de Fez en busca de infieles. Clérigo que predicaba fuera de los lugares habituales, Abu Hafs es hijo de un enfermero islamista que sirvió en Afganistán y al que acaban de caerle 10 años de cárcel durante el juicio de este verano por haber invitado en su casa, "para el cuscús del viernes", según el acta de la acusación, a unos islamistas radicales.
Aunque Abu Hafs no es un ulema según los cánones oficiales y no tiene el bagaje intelectual de Kettani, pese a todo tiene el diploma de sharia islámica por la Universidad Fahd de Riad y predica un islam rigorista que atrae a los jóvenes. Las autoridades le reprochan el haber influido en miembros de la Salafia Yihadia. En la cárcel, los huéspedes del sector A recuerdan a Kettani y a Abu Hafs como unos jóvenes religiosos discretos, pero abiertos a conversar, incluso de los temas más osados. "Pregunté a Kettani si lo primero que iba a hacer al salir de la cárcel es ir a ver a una mujer, y me respondió con una sonrisa", recuerda un compañero de celda. Antes de ser separado de los comunes y trasladado a Casablanca para el juicio, Kettani oficiaba como imam los viernes en la inmensa sala de visitas. Unos guardias aseguran que el joven religioso siempre llenaba el local y que tenía un ascendiente sobre los prisioneros, y algunos dicen haber reencontrado el "camino recto" gracias a él. La mayoría de los observadores que siguieron el juicio de Kettani y Abu Hafs consideran que ambos fueron sacrificados en el altar de la razón de Estado y que ninguna prueba material de su implicación en los atentados del 16 de mayo fue proporcionada por la acusación. Peor aún, al parecer los testigos que escucharon sus sermones, elemento clave de la acusación, no fueron llamados a declarar pese a las protestas de los abogados de la defensa. La última frase pronunciada por Abu Hafs antes de ser condenado a 30 años de cárcel fue: "No creía que ser antiestadounidense fuera considerado terrorismo en Marruecos". ¡Y punto!
Otros prisioneros terroristas de la cárcel son las gemelas de Rabat. Ayman y Sanael Laghrissi fueron detenidas por intento de atentado contra el Parlamento y conspiración contra el rey. Nadie se ha preguntado cómo y con quién estas dos adolescentes de 14 años de edad iban a atentar contra el Parlamento y conspirar contra el rey. Hijas de madre soltera, estas gemelas surgidas de un medio muy pobre fueron incapaces de explicar a los jueces el significado de las palabras "Parlamento", "conspiración" y "democracia". Condenadas a cinco años de cárcel y confinadas en la parte reservada a los menores en la prisión, viven dentro de una burbuja de despreocupación sin saber lo que les ocurre. Como todas las historias tragicómicas, ésta alcanza el nivel supremo del ridículo. El proceso del "grupo de Oujda" de la Salafia Yihadia lo alcanzó. Según el acta de acusación, Mohamed Lhud, director del semanario regional Achark, forma parte de este grupo terrorista. Lhud, su redactor jefe y otro periodista, fueron detenidos en junio. Su crimen terrorista: haber publicado la tribuna libre de un joven exaltado, Zakaria Bughrarz. Es cierto que el texto es violento, pero no lo es más que decenas de otros publicados por la prensa nacional. Liberados con condiciones por el fiscal, Lhud, los otros dos periodistas, así como Zakaria Bughrarz y su hermano Yussef, fueron literalmente secuestrados por agentes de la Brigada Nacional de la Policía Judicial y conducidos esposados, con los ojos vendados en el caso de los dos últimos, a la sede de esta policía en Casablanca. Durante los seis días que duró su detención a cargo de los investigadores, antes de cada interrogatorio, Bughrarz decía a sus compañeros de infortunio: "Hermanos, si me oís gritar Alá Akbar [Alá es grande] es que me están torturando". Unos minutos después, los pasillos de la comisaría se llenaban de Alá Akbar.
"Uno creía estar en una mezquita", recuerda Lhud. Los policías querían a cualquier precio obligar a Bughrarz a admitir que el dinero que había recibido de Arabia Saudí había servido para financiar a los jefes de la Salafia Yihadia, Kettani, Abu Hafs y otros. Durante su juicio, cuando el presidente del tribunal le preguntó si su apodo era "Seif el islam" (espada del islam), Bughrarz, harto, hizo que la sala estallase en carcajadas al responder: "Pero, señor presidente, ¿qué es esto de Seif el islam? Soy un timador y un mentiroso, he estafado a los saudíes al pedirles por correo electrónico dinero para los necesitados, cuando era para mí". Ninguna prueba apoyó la acusación, pero esto no impidió que Bughrarz fuera condenado a 10 años de cárcel y Lhud a tres. Desde entonces, este último está instalado en mi corredor. En realidad, el único juicio que habría merecido más atención y tiempo es el de los tres supervivientes de los atentados del 16 de mayo. Se pudo comprobar que los tres terroristas procedentes de Sidi Mumen, un barrio de mala reputación de Casablanca, son prácticamente analfabetos y sólo tienen algunas nociones mal asimiladas del Corán. Al contrario que los hombres de Al Qaeda, los kamikazes de Casablanca son de origen miserable y no tienen ninguna instrucción. Se hubiese podido saber más y evitar tal vez otras tragedias futuras si el cerebro de la masacre de Casablanca, Bentassir alias MoulSebbat (el que lleva zapatos), no hubiese muerto bajo la tortura.
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