Un planeta en obras
Marc Augé ha escrito un hermoso libro sobre la memoria; no, ciertamente, un libro "de memorias", sino acerca de ese equivalente antropológico del recuerdo que son las ruinas: un producto exclusivo de la civilización europea, inventora de la Historia. Salvo para el erudito, las ruinas no son, sin embargo, historia, sino un puro testimonio del tiempo: al distinguirse de la naturaleza, nos recuerdan que hubo y habrá otros tiempos, que el espacio que ocupamos es habitable porque ha surgido del cruce de temporalidades diversas, del encuentro con los otros que constituye la identidad de cada uno. Este espesor del tiempo nos permite aún creer en la Historia dentro de un mundo cada vez mejor diseñado para conjurarla, en donde la inmediatez devora progresivamente el pasado y el futuro.
EL TIEMPO EN RUINAS
Marc Augé
Traducción de T. Fernández
y B. Eguibar
Gedisa. Barcelona, 2003
158 páginas. 9,90 euros
Contra la imagen más extendida, el antropólogo no es un escrutador del ayer. En sus recorridos por todo el planeta a lo largo del siglo XX, ha sido más bien un augur de ese porvenir que ahora se está haciendo realidad: ha visto cómo las chozas se llenaban de aparatos de televisión en el mundo "no-desarrollado", mientras las chabolas crecían alrededor de las emisoras de televisión del mundo "desarrollado"; ha visto venir la globalización como ese momento en el cual la cultura europea se normalizará definitivamente y, al igual que las demás sociedades (llamadas antaño "pre-históricas"), dejará de producir ruinas y se sumergirá en un presente sin fronteras. Este "retorno" a la Naturaleza desde la Historia se anuncia ya en la identidad de las políticas aplicadas a la una y a la otra: ciertos sectores se declaran protegidos, al precio de convertirse en reservas o parques temáticos; el resto se abandonan a la maleza y a la depredación. Los sectores preservados escenifican el final de la Historia mediante su transformación en espectáculo al hilo de "grandes acontecimientos arquitectónicos": así la fachada de La Coupole se conserva como una gran valla publicitaria que oculta un interior funcional y uniforme, el Chekpoint Charlie de Berlín se torna destino turístico y, al compás de lo que Augé llama "el efecto Gershwin", las ciudades van siendo suplantadas por la imagen de sí mismas promovida por la época dorada de Hollywood y sus ruinas se convierten, bajo los focos, en festivales de luz y sonido. Más allá de estos pabellones, un cartel imaginario semejante al que adornaba el muro de Berlín ("you are leaving the American Sector") indica el comienzo del campo de batalla de una nueva guerra planetaria sin escenarios definidos: allí tampoco hay ruinas, sino escombros, como en las calles de Beirut, de Kabul o de Bagdad. El globo ya no será un rosario de lugares, sino de no-lugares -espacios anónimos concebidos para la circulación, no para la residencia- que, como los campamentos de refugiados o los centros comerciales, oscilan entre la insufrible aglomeración y el vacío desértico según la hora del día, el mes del año o la temporada del mercado.
El libro, que comienza en
Costa de Marfil y va recorriendo los más diversos parajes, termina con un inquietante paseo del antropólogo por París, la ciudad de su infancia. Mientras que la urbe clásica crecía desde el centro hacia la periferia, ahora la periferia -construida al modo de la "ciudad genérica" de Rem Koolhaas, que ha de parecerse a sus aeropuertos- invade el centro mediante espacios-comodín y edificios infinitamente reciclables, reformulables, redefinibles y sustituibles, que no dejan residuos. El paseante ya no se enfrenta al temor al desorden, sino a la sospecha de un orden (mundial) que anula el paseo mismo: la posibilidad de "encontrar, al final de mis excursiones parisienses, un barrio de São Paulo, de Tokio o de Berlín". ¿Cuál es, en este nuevo entorno mitad laboratorio-mitad museo, el equivalente de la ruina capaz de conferir a la ciudad tiempo, capaz de devolverla a la Historia? Occidente no está en ruinas, está en obras, y la tarea del artista -repoblar los nuevos espacios de soledad- se asocia a esos terrenos improductivos, solares en espera o explanadas en construcción en los cuales es aún posible hacer algo, edificar otra cosa. La globalización suministra, por así decirlo, el espacio de una nueva utopía, que ahora coincide con el planeta. Falta saber si el gentío que circula por él podrá encontrar el modo de apropiárselo, de hacer habitables al modo humano -poéticamente, según escribió Hölderlin- los no-lugares.
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