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Columna
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Poder

La realidad del poder actual ha conseguido enmascararse en una nube de concentración descentrada. La riqueza, la información y las armas del mundo dependen de pocas voluntades, pertenecen a una intención cada vez más concentrada. Pero al mismo tiempo se descentran en una red laberíntica que se diluye y se hace invisible. Ni el rostro de un presidente, ni el trono de un rey son capaces de representar con verosimilitud la existencia del poder. Pensar en los hilos de la historia significa hoy vagar por un horizonte de sillas vacías, por un escenario sin actores, en el que de vez en cuando puede irrumpir un payaso, pero nunca la corona del monarca trágico o la voz imperativa del magnate único. Los intereses concentrados del poder se borran en el líquido de la nada, en el viento de los cajeros automáticos, las operaciones abstractas, las inversiones movedizas y los intereses generales. Más que nunca, el poder se ha convertido en un orden, en una realidad intocable, y sólo cabe respirar en ella, vivir en ella, integrarse. La escena vacía deja las manos libres a los que gestionan el mundo desde la corte de su propia invisibilidad. Y a esa corte pertenecemos todos, porque el poder concentra direcciones, pero diversifica la responsabilidad. Todos somos responsables de un poder que no nos pertenece. El hecho de que no dispongamos del poder no excluye que seamos responsables de su existencia. Lo soportamos con nuestro rostro, gentes de carne y hueso que llenamos los espejos, las calles, las oficinas y los dormitorios. Somos responsables de un poder que no nos deja decidir. Nuestra ineficacia no implica la inocencia.

Conviene, pues, ser conscientes de nuestra falta de inocencia, porque somos poderosos. Quien no ejerce su poder, aunque crea que mantiene la pureza, se limita a dejar huecos, y corrompe su voluntad para adaptarse a un orden, a una sequedad que invade la atmósfera general y acaba instalándose en el carácter, en la indolencia, en el adocenamiento. Es un proceso muy parecido al óxido. El fin de las utopías y el descrédito de los sueños ha desembocado en una aceptación perversa de la realidad. Las cosas están mal, las palabras mienten, los poderosos hacen negocios a nuestra espalda, hay víctimas condenadas al desamparo, desgracias que conmocionan por su crueldad, pero todo esto ocurre de forma natural, porque la vida es así y nosotros pertenecemos a un régimen de vida, a un régimen. La corrupción social invade con su óxido las costumbres y las conciencias cuando empiezan a parecernos normales las cosas inaceptables, cuando nos acostumbramos a respirar un aire viciado y cuando la pureza significa no ejercer el poder, lavarse las manos. Manchada pureza del abstencionista. El poder que se borra de la escena para descentralizar su concentración de fuerzas cuenta con nuestra ayuda, con nuestra falta de conciencia, que es siempre una falta de conciencia del poder que uno tiene para decidir. La política vive en la jaula de la abstracción y de los televisores si la separamos de nuestra vida cotidiana, de la dignidad de nuestros hábitos y del ejercicio particular del poder. La gente que compra manzanas y coge el autobús en la parada de la esquina no quiere saber que puede ponerle rostro al poder. No es inocente.

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