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Columna
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Ibarretxe, Carod y compañía

Muchos ciudadanos se han identificado con unas recientes manifestaciones de Juan Carlos Rodríguez Ibarra en las que el presidente extremeño se declaraba "hasta el gorro" de los políticos catalanes y afirmaba que le importaba "tres leches" con quién pactase Pasqual Maragall.

Mal indicio este presunto o aparente desinterés político de uno de nuestros hombres públicos más lúcidos. De alguna manera, el dirigente socialista asume como propia una sensación generalizada de que el debate sobre los conceptos abstractos está sustituyendo a la política de los hechos concretos. ¿Qué pasa con el empleo, la vivienda, los impuestos...? parecen preguntarse algunas gentes agobiadas de tanto oír hablar del Plan Ibarretxe o de los pactos con Esquerra Republicana de Catalunya.

Lo paradójico, además, es que muchas de esas gentes desconocen los programas políticos que se debaten. Sé que parecerá increíble: esta semana he estado en un encuentro con una treintena de profesionales vascos -médicos, empresarios, ingenieros, funcionarios...- y ni uno solo de ellos había leído en su integridad el Plan Ibarretxe. Sin embargo, las posturas sobre el mismo cada vez están más nítidas y los desencuentros políticos resultan cada vez más evidentes. El espectáculo del pleno de la Federación Española de Municipios y Provincias, en el que Francisco Vázquez ha sustituido como presidente a Rita Barberá, es un buen ejemplo de ello.

Otro desencuentro, menos conocido, es el de Nicolás Redondo Terrerros con el Partido Socialista de Euskadi. Aunque nada de ello haya trascendido todavía, en la última reunión de su comité ejecutivo se pospuso la expulsión del partido de quien ha sido hasta hace poco su secretario general por la "inoportunidad" de hacerlo en este momento. De hecho, los dirigentes socialistas consideran a Redondo más cerca hoy día del PP que del PSOE.

No son banales estos rifirrafes a tenor de la última encuesta del CIS. Según ella, el Partido Popular, con un 42,4 por ciento de los votos, rozaría la mayoría absoluta en las elecciones de marzo del 2003. Con esos pronósticos, un punto arriba o un punto abajo podría resultar decisivo. De ahí la política socialista de aislar al PP, a fin de que no pueda sumar los apoyos necesarios para gobernar en caso de alcanzar sólo una exigua mayoría minoritaria. Siguiendo esa reflexión, lo último que debería hacer un Partido Popular confinado a sus propias fuerzas -y al magro sostén de Coalición Canaria- es practicar la autofagia. Si ha resultado obviamente negativa la escenificación de disensiones entre Esperanza Aguirre y Ruiz-Gallardón en la Comunidad de Madrid, más suicida aun sería practicar algo similar entre los dirigentes políticos valencianos. Los dos o tres últimos escaños que se diriman en nuestra Comunidad en las próximas elecciones pueden resultar decisivos para la gobernabilidad de todo el país.

Pero volvamos a Esquerra Republicana y a Carod Rovira. ¿Tan malo sería para la unidad de España que éste llegase a cogobernar en Cataluña?

Sin abdicar de sus principios, ERC es un partido que históricamente ha aportado ministros al Gobierno de Madrid, incluido el mismísimo Lluís Companys, futuro presidente de la Generalitat. Por su parte, Carod sabe que la independencia de Cataluña es una entelequia que requeriría, entre otras condiciones igual de inverosímiles, que aspirase explícitamente a ello la mayoría de los habitantes del Principado. En esa tradicional línea posibilista de ir practicando el día a día, y que se contrapone a la enfervorizada retórica de la jornada electoral, está el programa de veinte puntos mínimos expuestos por Carod en el mitin de Cambrils y que no va más allá de las formulaciones que hace CiU, incluido el "apoyo decidido a las selecciones deportivas catalanas".

Si, aparentemente, eso es así de tranquilizador, aun resultaría más inconcreta e imposible cualquier referencia a unos hipotéticos Països Catalans que pretendiesen dar al traste con nuestra identidad valenciana.

Por eso, aun reconociendo que vivimos un momento álgido de nacionalismo irredento, uno cree que la exaltación centrífuga y desintegradora del Estado español está llegando a su necesario e inevitable punto de inflexión. Ni el Bloque Nacionalista Gallego será lo mismo después de Xosé Manuel Beiras, ni el electorado vasco está por el salto al vacío camino de ninguna parte, ni ERC conseguirá ya probablemente en el futuro más votos que los alcanzados el pasado 16 de noviembre. Todo eso, al margen de quién llegue a gobernar en Cataluña y sin que nadie pueda poner en peligro el desarrollo autónomo, integrador y solidario de la Comunidad Valenciana.

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