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Por responsabilidad, pacto de progreso

Digámoslo claro: este país no está en condiciones de aguantar un nuevo Gobierno de CiU, y esta es la imagen que proyecta a los ciudadanos cualquier Gobierno presidido por Artur Mas. Y no lo está porque Jordi Pujol, con todo lo que ha tenido de positivo, que es mucho, ha dejado tres flagrantes cuentas pendientes. Tres aspectos en los que su permanencia en el poder ha significado un retroceso. No es una cuestión de política; es una cuestión previa: una nueva coalición no puede lo que puede una imagen labrada durante 23 años.

Vamos por partes. El primer fracaso (y el que mejor permite una solución política) es el territorio. Dejo de lado, y es mucho dejar, la falta de vertebración estructural y la mala representatividad que impone la Ley Electoral. La gente sufre lo primero pero, aunque es objeto de lo segundo, no suspira por un voto mejor ponderado. El problema del territorio es que nos vamos quedando sin territorio. Sin paisaje. Sin patrimonio natural compartido. Jordi Pujol ha considerado el territorio como escenario, terreno neutro sobre el que se asienta la prosperidad de cada cual.

Hace falta un pacto de progreso: un millón de votos hacen un presidente, más de 70 diputados, una coalición indiscutible

Si una comarca vive del esquí, cuantas más pistas mejor. Si vive del Ebro, hay que pactar que nos den algo a cambio del trasvase al que no me puedo negar. Si alguien gana dinero construyendo, que construya: esa ha sido la política; ésa, y guardar unas cuantas hectáreas para protegerlas y a veces desprotegerlas de nuevo, y unos espacios que no están ni protegidos ni dejados de lado (los PEIN: ¿conocen?). Esta política resulta digamos justiciera en épocas de moderación, pero cuando de poniente llegan vientos depredadores y contagiosos, hay que poner coto. Y no se ha puesto coto. Tenemos demasiado cemento, demasiados purines y demasiados campos de golf. En la década de 1960 nos llevamos las manos a la cabeza y dijimos que nunca más. Pues ahora toca de nuevo. Concedo una cosa: ERC, entrada en el Gobierno, podría poner límites.

Segundo fracaso: la lengua. La unión espuria de catalán y concepto de Cataluña ha hecho que medio país y casi toda una generación (la más joven) pasara del catalán, tan rancio, cuando esto del castellano en tiempos de globalización y de gentes de todas partes que pasan por aquí es más enrollado. Esto, ya se ve, no es una cuestión de leyes. A mí me da igual, o casi, cómo ponga los carteles la verdulería del barrio, pero la ley sólo se fija en esas cosas. El catalán no necesita pactos -el único pacto necesario es el del Estatut, y está garantizado, PP al margen- ni necesita látigo. Necesita escuela (y la escuela se escurre en la resbaladiza y falsa multiculturalidad) y necesita empatía. Necesita un país diferente, y su imagen. Moderno, dinámico, urbano, cosmopolita, orgulloso, autoestimado, en suma, necesita ese punto de distancia burguesa que Pasqual Maragall administra sin darse cuenta, ese no me importa porque de momento ya te estoy guiñando el ojo. La Cataluña sin complejos, que ni quiere aparentar a través de los símbolos (de lo simbólico) ni se deja avasallar por los complejos de los demás.

Y esto nos lleva al tercer fracaso, que es un fracaso compartido entre CiU y el PSC. Es la permanencia genética de la Cataluña dual, la metropolitana e inmigrada -la palabra ya no se lleva porque ha cambiado de destino- y la Cataluña interior y arraigada. Las dos se conocen pero no se tratan. La primera cree que la autonomía no va con ella, porque nadie le ha explicado que la escuela y el ambulatorio y la residencia (y ya tiene una edad para preocuparse) las paga la Generalitat. Por eso, si ese día le duelen los huesos, se abstiene. La segunda, la Cataluña catalana, cree con razón que el PSC no funciona en la dimensión de país y si no le gusta el proyecto de Jordi

Pujol, o de sus herederos, no sabe qué hacer. El PSC se ha pasado 23 años sin proyecto y 23 años sin pronunciar la palabra Cataluña. A cambio, y nunca mejor dicho, esta vez Pasqual Maragall ha desembarcado con un programa -una ingenuidad por su parte, pensar que las campañas están para eso- que muestra una percepción muy inteligente de la realidad, que dibuja una realidad que se parece mucho a la realidad, por más que necesite dos o tres presupuestos para llevarlo a la práctica. Aquí hay deberes bien hechos. Aquí hay ganas. Aquí está la credibilidad catalanista que ha faltado hasta ahora.

Sólo alguien diferente del definidor por antonomasia de Cataluña puede tender un puente entre las dos Cataluñas, que, eso sí, conviven de maravilla. Pero con síntomas, como siempre que entra en escena la tercera generación de inmigrantes, de conflicto en ciernes. Los extremos crecen. Como Cataluña pone el adverbio, crecen civilizadamente: son los votos de ERC, si la vida ha ido bien, y son los votos del PP en Nou Barris, o en Cornellà, de aquellos que no han encontrado un buen encaje en la arisca realidad. Pero ojo, que el extremo del extremo son los skins metropolitanos, jóvenes que han descubierto que el sueño catalán de sus abuelos es una estafa y no paran en hacerse del Madrid, sino que hostigan a los "catalufos" y, claro está, a los "moros". Estas costuras se las dejaron sin hacer CiU, el PSC y todos. Cataluña no acoge más allá de la indiferencia: desmontemos el mito. No maltrata: mira hacia otro lado. Superar esta dualidad acomodaticia es exactamente el futuro.

Por eso hace falta un pacto de progreso. Ni falta hace hablar de legitimidad: un millón de votos hacen un presidente y más de 70 diputados hacen una coalición indiscutible. En otras palabras, sólo es cuestión de responsabilidad.

Patricia Gabancho es periodista.

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