La cuestión vasca, explicada a los alemanes
Estas reflexiones han surgido al intentar responder a preguntas que han formulado algunos amigos alemanes. Pese a que un texto sólo se entiende en su contexto, y uno es el vasco, otro el madrileño y otro muy diferente el berlinés, me atrevo a transcribirlas para un público español con la esperanza de que la ingenuidad en los planteamientos que favorece la distancia logre no enfurecer a los unos ni a los otros, y, en el mejor de los casos, tal vez hasta darles que pensar.
Lo primero que preguntan es por qué no cabe, si ello resolviera el conflicto, un tratado de asociación entre el País Vasco y España. Mi respuesta es bien sencilla: porque para ello sería imprescindible que se constituyera previamente el pueblo vasco como tal, ya que en la Constitución se señala únicamente al pueblo español en su conjunto como el depositario de la soberanía; con lo que, obviamente, el proyecto presentado es anticonstitucional. Además, si se arbitrase un procedimiento para dar personalidad propia al pueblo vasco, habría que ver si la asociación no se revelase el primer paso hacia la independencia. Me responden que la existencia de un pueblo, lo reconozca o no la Constitución, es el sustrato último sobre el que se levanta el nacionalismo; de modo que los que votan nacionalista están convencidos de que su pueblo tiene una identidad propia. También el nacionalismo catalán no duda de la existencia de la nación catalana, aunque tampoco la reconozca la Constitución. Nada más natural que un Gobierno nacionalista dé por descontado, encaje o no en la Constitución, la existencia de su pueblo o nación y, desde luego, una vez admitido que una nación existe, no cabe poner límites a su voluntad soberana. Mis amigos se preguntan si acaso es sostenible a la larga una Constitución que no reconoce a naciones que una buena parte de la población de estos territorios considera que existen.
"¿Crees entonces que el hecho de que un Gobierno democráticamente elegido haga una propuesta que no cabe en la Constitución le quita toda legitimidad? ¿Quién decide de la legitimidad de los actos de los gobiernos y de las leyes que votan los parlamentos?". De la legitimidad, la mayoría, expresada por los conductos previstos; de la constitucionalidad, el Tribunal Constitucional. Como no existe al respecto sentencia alguna, ni siquiera cabe iniciar un recurso de inconstitucionalidad, prefiero no entrar en la ardua tarea de mostrar las diferencias, pero también concomitancias, que existen entre legitimidad y constitucionalidad, aunque una buena porción de la confusión reinante provenga de no distinguirlas. No ignoro que el Gobierno español ha decidido presentar un recurso, no propiamente de inconstitucionalidad (imposible ante un mero proyecto que se ofrece a la discusión del Parlamento, órgano de debate donde los haya), sino uno que pretende aprovechar un recoveco legal que se refiere a la posibilidad de impugnar "disposiciones y resoluciones" aprobadas por las comunidades autónomas, lo que, como muy bien ha escrito en este mismo periódico el ilustre constitucionalista Francisco Rubio Llorente, es un disparate que convierte "el Estado de derecho en Estado leguleyo". ¿Pierde legitimidad el Gobierno vasco por presentar para su discusión una propuesta que no encaja en la Constitución? ¿Pierde legitimidad el Gobierno español por forzar un recurso que trata de eliminar uno de los elementos básicos de la democracia, la discusión pública, y, en este caso, hasta el debate de una propuesta en el Parlamento que corresponde, presentada por un Gobierno legítimo? ¿Representa el plan Ibarretxe un ataque mayor a la democracia que la reacción del Gobierno de España, tratando de impedir por todos los medios que una propuesta, por el hecho de que no cabe en la Constitución, se debata en el Parlamento?
Mientras nos mantengamos en el plano jurídico, los argumentos de mis amigos no parecen desdeñables, lo malo es que no es la dimensión adecuada para entender una cuestión que no es jurídica, ni siquiera política, sino una que determina el terror. El hecho fundamental que hay que colocar en el frontispicio de cualquier consideración es que el Gobierno vasco ha podido llevar esta propuesta al Parlamento, sencillamente, porque ETA mata y extorsiona. Nada se entiende de lo que ocurre en el País Vasco, de las propuestas de unos y de las reacciones de los otros, sin tener este dato muy presente. No me cabe la menor duda de que, sin el terror a que está sometido el pueblo vasco, el planteamiento soberanista, secesionista, independentista o como quieran llamarlo lo apoyaría una minoría poco significativa. El PNV ha podido gobernar tanto tiempo, ocupar un espacio social cada vez más amplio y terminar planteando su programa máximo -la independencia es la meta final de todos los nacionalismos- porque ETA lleva 30 años matando. El hecho básico que tengo que introducir una y otra vez en las conversaciones con mis amigos alemanes es que, dejando aparte si existen o no contactos ocultos y posibles estrategias comunes entre el nacionalismo de izquierdas y el socialmente más moderado, a ambos los ha potenciado el terrorismo. Los nacionalistas demócratas -al fin y al cabo, hombres de bien- rechazan el asesinato y la extorsión como instrumentos adecuados para conseguir objetivos políticos, pero admiten que, si la violencia terrorista existe y lleva el agua a su molino, qué le vamos a hacer, no por ello van a renunciar a sus propósitos, llegando a afirmar, en el colmo del cinismo, que posponerlos hasta que acabe la violencia sería ceder a la violencia; y además, si el terror sirve al objetivo independentista, también alimenta a la derecha españolista, dificultando una salida negociada.
La violencia terrorista ha contribuido decisivamente a ir creando el caldo de cultivo dentro del cual crece el nacionalismo. En la creencia de que el desarrollo del Estado autonómico se revelaría un buen bálsamo para curar las heridas y llegar a la pacificación, se pensó en su día que la mejor manera de extirpar el terrorismo sería apoyar a los nacionalistas moderados para que gobernaran en el País Vasco. En los últimos años nos hemos convencido de lo contraindicado de esta receta. El apoyo a la lengua y a la cultura propias -el control de la enseñanza ha sido fundamental- ha extendido el nacionalismo por amplias capas sociales, a la vez que el dominio nacionalistadel aparato del Estado ha creado una clientela que necesita la independencia para establecerse con carácter definitivo. Espoleada por el terror, nada tiene de particular que una buena parte de la población haya terminado por asumir el nacionalismo como un destino inexorable. También las viejas naciones europeas surgieron de los Estados que crearon las monarquías absolutas. Primero fue el Estado y después la nación. En España no se da demasiada importancia al hecho de que haya sido un Gobierno democrático el que se haya puesto a la cabeza de la reivindicación soberanista, pero es un punto en el que insisten todos mis interlocutores. La explicación que les ofrezco (nada original, lo reconozco) consiste en poner de relieve el hecho de que la violencia terrorista termina por chocar frontalmente con un nacionalismo cada vez mejor instalado en el Estado y en la sociedad. Por mucho que haya sido esencial para su ascenso y consolidación, el terrorismo se muestra al final contraproducente para los mismos fines por los que dice luchar. El punto de inflexión, como es bien sabido, fue el asesinato de Miguel Ángel Blanco, en julio de 1997. Con un clamor impresionante, la sociedad vasca dijo ¡basta ya! El PNV percibió inmediatamente que terrorismo y nacionalismo dejaban de alimentarse mutuamente y que había que apuntalar el proyecto soberanista antes de que ETA desapareciese. Si ETA fuese vencida policialmente en una sociedad que cada vez le da más claramente la espalda, sin que el proyecto nacionalista estuviese asentado sobre bases más sólidas que el Estatuto, la reacción antinacionalista del pueblo vasco podría desplazarlo de nuevo a las catacumbas. De ahí que el PNV mantenga como dogma indiscutible que ETA nunca podrá ser vencida con métodos policiales, condenados, por tanto, a negociar si queremos el fin de la violencia. Tanto es así, que en los últimos meses, al haber aumentado considerablemente la presión policial y legal, el PNV acaba siempre echando una mano al entorno de ETA. Resulta decisivo para la estrategia nacionalista que el proceso inevitable de debilitamiento de ETA vaya conjuntado con uno de consolidación definitiva del nacionalismo. Lizarra supuso el compromiso de los violentos de dejar de matar a cambio de que el nacionalismo moderado saliese de la ambigüedad con un proyecto a medio plazo claramente independentista. ETA rompió lo pactado al comprobar que desaparecía del escenario si renunciaba al terror en un medio social cada vez menos atraído por la violencia y uno internacional dispuesto a combatirla con mayor rigor. Esporádicamente, puede que ETA siga matando aún mucho tiempo, pero ya sin la capacidad de exigir al Estado una negociación-rendición. Con Lizarra la política recuperó el protagonismo y con la ilegalización de Batasuna se ha regalado una posición privilegiada a un PNV que pretende vincular las dos metas que a la larga lo legitimarían: acabar con el terror, aprovechando su debilidad manifiesta, y conquistar la soberanía del pueblo vasco que justificaría el fin de la violencia. Y ésta es la esencia del plan Ibarretxe; la misma que la del Pacto de Lizarra, sólo que esta vez probablemente la propuesta no haya sido negociada con ETA, pero el PNV sabe que no tiene otra salida que apoyarla, tanto si accede a sus presiones y decreta una tregua, como si sigue intentando mantenerse activa. Una vez que el PNV ha logrado la representación de todo el nacionalismo -gracias al apoyo impagable de Madrid, que ha ilegalizado a sus competidores-, la primacía indefinida del PNV (o, si quieren, del nacionalismo, porque más que un partido, una parte, es un movimiento nacional con voluntad integradora de la totalidad), estamos en la fase en la que toca enfrentarse a la parte de la sociedad no nacionalista, a la que se coloca ante el dilema de emigrar o pasar por el aro. Dentro de las fronteras nacionales, el nacionalismo no puede reconocer otra nación que la que dice representar. La ruptura social entre nacionalistas y no nacionalistas, es decir, entre los de casa y los de fuera, los nuestros y los inmigrantes (no importa dónde hayan nacido o cuándo hayan llegado, lo que los define como tales es no tener la conciencia nacional de ser parte de un pueblo con identidad propia), lejos de ser un mal que deba evitarse, es la condición ineludible para caminar hacia un Estado propio. Frente al nacionalismo sólo cabe un constitucionalismo que, rechazando cualquier forma de integración étnica o cultural, postule ciudadanos con derechos e intereses que se compaginan en los compromisos que alcanzan las mayorías. Desde el nacionalismo, la ruptura en dos bloques -ellos y nosotros- es tan deseable como, desde sus supuestos, inevitable; desde el constitucionalismo, en cambio, toda sociedad moderna, también la vasca, es heterogénea, y sólo si conserva esta pluralidad cabe que viva en libertad. Si el nacionalismo necesita y fomenta la ruptura social entre los de dentro y los de fuera, y estos últimos incluyen a todos los que no se reconocen miembros exclusivos de este pueblo, hay que decir que la política que se está llevando desde Madrid, tratando de meter al nacionalismo en un gueto antidemocrático, potencia también la ruptura y sirve directamente los intereses del nacionalismo. No logro librarme de la impresión de que en el País Vasco nos encontramos ante el peor escenario posible, el choque de dos nacionalismos excluyentes que no conciben otra salida que el triunfo de uno de ellos. De ahí que ambos propugnen la ruptura social, dispuestos a asumir el enfrentamiento consiguiente.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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