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Reportaje:LA CRISIS DEL PARTIDO POPULAR

El fin de la gran simbiosis

El 'matrimonio' entre Eduardo Zaplana y Rafael Blasco se trunca tras ocho fecundos años

Miquel Alberola

Una sola y escueta frase ("el presidente de la Generalitat debe presidir el PP") del consejero de Territorio, Rafael Blasco, ha supuesto el fin del matrimonio público más fecundo que ha dado la política valenciana en los últimos años. Esta declaración, que no ponía en tela de juicio la trayectoria de Eduardo Zaplana y que era una obviedad hace unos meses, en cambio ha tenido el efecto de un torpedo en la línea de flotación del ministro de Trabajo, que desde que dejó la presidencia de la Generalitat está tratando de retener a toda costa el poder que le confería el cargo de jefe del Consell, supeditando la máxima institución de los valencianos, ahora gobernada por el también popular Francisco Camps, a la estructura orgánica del PP que él aún preside.

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Blasco, con el destino político unido a Zaplana desde 1995, hacía visible así su posición ante un conflicto larvado, pero ya incontenible, que empezó a aflorar en el verano, cuando Camps constató que la voluminosa deuda de la gestión de su antecesor lastraba con plomo las alas de la Generalitat y empezó a efectuar correcciones sobre proyectos que ya estaban en marcha. La respuesta a la inesperada observación de Blasco ha sido furibunda por parte de los lanceros nada autogestionarios del ministro. Zaplana había soltado las riendas a la jauría y daba por rota la relación.

A principios de 1995 Blasco vivía horas bajas. Había fracasado en su intento de poner en marcha un proyecto político con el nombre de Convergència Valenciana, en el que trató de agrupar la dispersión del nacionalismo valenciano de distinto signo para refundarlo y obtener presencia parlamentaria, lo que hubiese facilitado su regreso a la política, de la que fue arrancado de cuajo bajo la sombra de cohecho por Joan Lerma, de quien había sido estrecho colaborador en sus distintos gobiernos en la Generalitat socialista. Su destitución al frente de la Consejería de Obras Públicas en 1989 había ido acompañada de una implacable persecución orgánica y un ácido proceso judicial que deterioró su prestigio político, pero del que había logrado salir ileso al ser absuelto por el Tribunal Supremo en 1993. Sin embargo, en el horizonte político no había sitio para este remoto luchador del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico.

Entonces recibió la llamada de Zaplana. Blasco había sido una figura neurálgica en la Generalitat socialista como consejero de la Presidencia y de Obras Públicas. Había urdido el entramado administrativo y político del gabinete autonómico, había ordenado el territorio, había impulsado la creación de la Ràdio Televisió Valenciana, incluso había proyectado la red de metro en Valencia. Conocía como la palma de la mano la selva y la fauna que Zaplana aspiraba a ocupar y someter, si las encuestas que tenía en el bolsillo eran refrendadas por las urnas. Y tenía abierta una herida psicológica que sólo podía restañar su regreso a la política. Zaplana le brindó un pasaje a la rehabilitación a cambio de que lo ayudara en la campaña electoral y lo guiara en el interior del Palau de la Generalitat para camuflar al máximo su bisoñez e inseguridad. A partir de entonces, Blasco y su mujer, Consuelo Ciscar, empezaron a dejarse ver en algunos actos electorales del PP. Era la parte perceptible de una intensa colaboración que ya se desarrollaba en la sombra como coordinador del programa de administraciones públicas del PP.

A la llegada de Zaplana al Palau, gracias al pacto del pollo con Unión Valenciana (UV), Blasco se convirtió en su lazarillo desde la Secretaría de Planificación y Relaciones Externas. Allí, con su experiencia, era una pieza imprescindible en el engranaje del nuevo Consell. Articuló un discurso que ponía el acento en la autoestima y que bautizó como poder valenciano, aprovechó la coyuntura propicia del pacto en Madrid entre el PP y CiU para promover el pacto lingüístico, desplegó la estrategia para fagocitar a Unión Valenciana y demoscópicamente engordó al Bloc Nacionalista Valencià lo suficiente para que no lograra representación pero para que sangrase el máximo de votos socialistas. Era el disco duro de Zaplana.

Como compensación, Zaplana lo nombró en 1999 consejero de Empleo, y sólo un año después, de Bienestar Social. En ambos departamentos creó un lenguaje social cuya sintaxis era fácilmente reconocible en el texto de la ponencia que Zaplana defendió en el XIII congreso del PP en Madrid, y cuyo efecto supuso un adelantamiento por la derecha al PSOE en políticas sociales. La deuda de Zaplana con Blasco había expirado con su regreso al Consell, sin embargo el ex socialista se había convertido en un sólido valor estructural de la Generalitat popular.

Su presencia en el primer gobierno de Camps ya era una respuesta a esa necesidad. El nuevo presidente, sin que se produjese la intermediación de Zaplana, le ofreció que continuase en su proyecto. La simbiosis ya estaba muerta: Blasco se debía a quien le había nombrado en el cargo. La confianza de Camps era máxima: le había reservado la Consejería de Territorio y Vivienda, una de las más vistosas de su Gobierno y con un gran protagonismo político por la Ley de Ordenación del Territorio y el impulso de viviendas sociales. Desde la amplia perspectiva de Blasco en el Consell, no se había producido una relación de poder tan perversa para la institución como la planteada por su antigua pareja de baile, y como miembro del Gobierno no afiliado al PP era el más indicado para lanzar la piedra sobre la placa de hielo que disimulaba las procelosas aguas del estanque en favor de Camps.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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