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El 'mac guffin' de las próximas elecciones

Constituye un lugar común afirmar que Alfred Hitchcock fue un genio de la creación cinematográfica: cada vez que se contempla una película suya se confirma esta realidad. Con ocasión de hacerlo, se descubre que su condición de artista único deriva de la utilización de medios aparentemente intrascendentes que consiguen mantener sin aliento la atención del espectador.

Los directores cinematográficos saben que uno de ellos es el mac guffin. Esta denominación le servía a Hitchcock para designar el pretexto argumental que hacía avanzar la historia que narraba. El mac guffin podía ser cualquier cosa: un niño secuestrado, una ventana de la vecindad o un microfilme, por ejemplo. Lo importante era, para él, como director cinematográfico, conseguir, a través de este procedimiento, mantener al espectador con el alma en vilo, incluso jugueteando con él y haciéndole guiños. Todos los personajes de sus películas se entrelazan en torno a ese mac guffin sin el cual dejaría de funcionar la trama.

En la hora presente, sobre todo tras las elecciones catalanas, corremos el peligro de que en la próxima campaña elijamos un mal mac guffin y no sólo no dé lugar a entretenimiento, sino a algo bastante peor. Leyendo u oyendo a medios de la derecha parecería que vivimos una ocasión en que se van a enfrentar agónicamente dos concepciones de España, una que quiere desmembrarla y otra que es capaz de reconocer, orgullosa, los enormes avances conseguidos en los últimos tiempos. De acuerdo con quienes defienden esta última postura, todas las distintas vendrían a ser versiones deslizantes hacia la descomposición de España, se expresen como sea.

Es preciso afirmar que, como recurso o mac guffin, el sentimiento de la propia identidad consigue ser absorbente al máximo. James Joyce no fue un nacionalista irlandés, sino más bien todo lo contrario; incluso vivió fuera de su país la mayor parte de su vida. Pero su primer escrito versa sobre el ídolo del independentismo de su país, Parnell, y toda su obra, incluso el Ulises, está recorrida por la presencia de esta corriente política. Siempre que identidades plurales conviven existe la tentación de enfebrecerse con una en detrimento de la otra. Incluso en la propia biografía se pueden suceder estados de ánimo alternativos, contradictorios o incluso que abominen de la adopción sucesiva de estas actitudes vitales. Dos parlamentarios del PNV han dedicado documentadas y malintencionadas biografías a personajes que fueron en su día cercanos a las tesis de Arana. Uno de ellos es Manuel Aznar el periodista, abuelo de nuestro presidente del Gobierno, al que Prieto describió como un "perillán". Leyendo el libro se comprueba que fue, en efecto, un fresco, pero otro descubrimiento paralelo consiste en que sintió la pertenencia vasca hasta el punto no ya de denominar a Arana como "maestro", sino de bautizar Imanol a su hijo; su nieto hubiera podido, por tanto, recibir el nombre de Joseba. El sentimiento de pertenencia pudo producir ese resultado, como también la beligerancia antinacionalista. En el momento actual, no todos los antinacionalistas vascos son españolistas al modo tradicional, pero casi todos los pertenecientes a esta grey (o van hacia ella) proceden del País Vasco.

Volvemos a la sabiduría de Hitchcock. Para explicar lo que es el mac guffin, el director cinematográfico recurría a una historia. Dos viajeros se encuentran en un tren, uno de ellos con una enorme maleta. El otro le pregunta qué contiene y le oye decir que "su mac guffin". Cuando le inquiere su interlocutor qué es un mac guffin, responde que "una máquina para cazar leones en los High1ands, en Escocia". "Pero no hay leones en Escocia", arguye el otro, perplejo. "Pues entonces, no hay mac guffin", concluye el de la maleta.

El mac guffin de las dos Españas enfrentadas puede conseguir el apasionamiento de toda una campaña electoral, pero habría que recordar también que no hay leones en Escocia. El mac guffin es un recurso que puede ser utilizado con maestría, pero que también puede acabar en ridiculeces catastróficas con el aditivo de ser innecesarias.

Lo primero que debiera ser evidente para todos es que en esta materia, que fue la más difícil que había que abordar en el momento de redactar la Constitución, al menos con la buena voluntad de todos se logró un consenso aplazado y basado en la indefinición. A la situación actual hemos llegado a partir de la intervención del Tribunal Constitucional, del acuerdo entre los partidos y del crecimiento decidido de una identidad plural. En realidad, en los últimos tiempos la política autonómica, incluso estando al timón el PP, no se ha significado por lo que pudiéramos denominar como un retroceso. Lo evidente es, en cambio, que existe en la derecha una voluntad de marcar un punto de llegada en la actual situación y de recurrir a una profundización de la conciencia de identidad común basándola en recursos tradicionales (los símbolos, la Historia, el orgullo por las reales o supuestas tareas colectivas...). Pero la organización territorial del Estado, en su forma actual, plantea problemas objetivos puramente funcionales: financiación, representación exterior o colaboración entre comunidades autónomas. Y existe, además, un mutuo sentimiento de desafección que se expresa en dos actitudes enfrentadas: la de un nacionalista catalán -Cardús- que ha hablado de "fafiga de españolidad", y la de un neoespañolista -Alonso de los Ríos- que parece estar dominado por el "hartazgo de nacionalismos".

Desde comienzos de los noventa, la aparición del derecho de autodeterminación, tan inatacable en teoría como de resultados detestables en la práctica, ha pendido como una espada de Damocles sobre un problema objetivo. Como la mención del término "nacionalidades" en la Constitución, el derecho de autodeterminación -que no fue recurrido ante el Tribunal Constitucional cuando se votó en el Parlamento catalán antes que en el vasco- resulta políticamente aceptable siempre que permanezca en la imprecisión. Como tal, constituye un modo de expresión de la identidad colectiva; lo pésimo es cuando en la confrontación puede llegar a exacerbarse. Recuerdo que un directivo de la televisión catalana me decía que él no era partidario de la autodeterminación a no ser que se la prohibieran.

Confrontación sistemática y precisión de la autodeterminación han llevado a la hinchazón,la desmesura, el disparate y la maraña jurídica en el caso del País Vasco. Tras este espectáculo cotidiano hay a menudo también intereses electorales de corto vuelo que contrastan con las angustias de las dos partes. "Nos matan y perdemos", parecen haber dicho algunos dirigentes del PP después de la última y agónica elección vasca; pueden, no obstante, ser derrotados de nuevo. Los nacionalistas quieren la paz y son acusados de asesinos, pero, además, ofrecen jugar al dominó e imponen las reglas del póquer. El espectáculo del País Vasco no es de una inminente desmembración de España, ni del dominio de tesis terroristas en la mitad de la población, ni el de la imposición de un minúsculo grupo terrorista sobre los demás, sino el de una situación sin salida provocada por las tontilocuras de quienes tienen mayor peso político y probablemente actúan como sordos impenitentes ante los imperativos de la sociedad.

Convertir en mac guffin de las próximas generales el problema de España y hacerlo en estos términos puede ser beneficioso para un puñado de políticos aspirantes a émulos de Hitchcock, mantendría la atención en la consulta y provocaría pasiones encendidas. Pero no tendría el mismo resultado que en las películas de aquel genio: sería un nuevo ejercicio de acrobacia en el filo de la navaja. El camino más oportuno parece rebajar el nivel de confrontación, tratar de compartir las razones del otro a pesar de que parezca imposible, tender puentes y, si es necesario, esperar a que vuelva la razón, cosa que suele suceder en el momento de las consultas electorales. Una actitud como ésta produjo el milagro de los Estatutos vasco y catalán de 1979, sin los cuales el consenso constitucional no habría quedado definitivamente cerrado. Y, además, sería un buen punto de apoyo para un patriotismo de la pluralidad, ese que tanto necesitamos en la España engendrada a partir de 1978.

Javier Tusell es historiador.

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