Quién es el diablo
¿Quién es el diablo y dónde está? ¿A qué o a quién se parece? ¿Se parece a la chica que lleva un águila tatuada en el hombro, al coronel que sueña con tanques sin respuesta o al ejecutivo de la corbata amarilla? ¿Vive en los barrios altos o en los suburbios? ¿Está fuera de las iglesias o dentro? ¿Qué bandera lleva en la mano? La verdad es que hay tantas respuestas como mentirosos dispuestos a contestar. Quién sabe nada en este mundo cínico.
En el ámbito de la política, por ejemplo, el diablo tiene muchos nombres y un millón de caras. Para unos, el diablo es ese político independentista que amenaza con hacerle al país lo que los perturbados le hacen en los museos a las obras de arte: dénme un martillo y construiré un futuro. Para otros, el diablo es el presidente que invade países y roba el petróleo a los pobres para dárselo a los poderosos, igual que si fuera un Robin Hood al revés.
Para casi todos, el diablo es el que aprieta el gatillo, el que acerca su arma a la nuca del inocente: da lo mismo en nombre de qué lo haga o diga que lo hace, porque lo que importa no es de dónde viene la bala, sino dónde termina.
Aunque quizá todo eso no es más que un decorado o una parte de la verdad, no toda. Quizá el diablo ni es uno solo, ni es tan visible, ni está tan lejos. Pongámonos municipales y fíjense en el caso de Madrid. ¿Dónde está el diablo, a qué se dedica y quién ha pactado con él? ¿Y si hubiese ciertas causas malignas, por ejemplo, en algunos de los problemas reales que genera la ciudad: los atascos sin fin, la falta de empleo o los precios inabarcables de las viviendas? ¿Acaso no es todo eso, para millones de personas, el infierno? Lo es, y de esa certeza sale otra pregunta: ¿por qué no apagan ese infierno quienes podrían apagarlo? Yo creo que la respuesta son dos palabras: poder y dinero.
¿Con quién ha pactado en Madrid, esta Comunidad Autónoma donde, por el momento, no hay delirios independentistas, el Partido Popular? Tal vez con nadie. Pero el caso es que han ganado las elecciones que habían perdido y que lo han hecho gracias a dos tránsfugas acusados de servir a oscuros intereses inmobiliarios.
El PP se defendió de las sospechas y los ataques como Cascos panza arriba, y hasta llevó a los tribunales a quienes señalaban con el dedo a algunos de sus cargos públicos y sus afiliados. Y los votantes demostraron que creían saber de qué lado soplaba el viento. Nada que añadir, más o menos.
Pero ocurre que ha pasado muy poco tiempo y el caso, otra vez, es que cuando el alcalde Alberto Ruiz-Gallardón ha querido luchar, con los impuestos en la mano, contra los pisos vacíos, que son uno de los motores de la especulación, sus jefes le han parado los pies: de ninguna manera, eso no se toca. Los pisos vacíos seguirán estando vacíos, cerrados, y así, los que estén abiertos valdrán el triple. Buen negocio.
Pero, ¿buen negocio para quién? Contra quién, está muy claro: contra casi todos nosotros. Pero ¿para quién? De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso que atraviesa el corazón de todos los niños pobres, venía a decir Federico García Lorca en su libro Poeta en Nueva York.
No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de que también parece haber cables muy tensos que van del mundo de la construcción al de la política. Se dice que aquel bicho de dos cabezas, el Tamayosáez, y la fracción empresarial a la que representa le habían ofrecido su ayuda, en tiempos, a Joaquín Leguina a cambio de controlar la concejalía de Urbanismo de la ciudad; y que después le ofrecieron su apoyo a José Luis Rodríguez Zapatero, que entonces luchaba en las primarias de su partido; y que, al fin, se la ofrecieron al PP. Algunos aceptaron y otros no.
Eso es lo que se dice y es lo que hace pensar en ese cable que va de los solares en construcción a los despachos oficiales. Puede que sólo sean rumores. Si no lo fuesen, ¿se imaginan? Ya sabríamos dos cosas. Sabemos qué es el infierno y quién es el diablo para mucha gente. Y sabríamos quién ha pactado con él. Aunque, claro, a veces las cosas no son lo que parecen.
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