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Columna
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Desamparo

Michael Bloomberg, alcalde de Nueva York, ha prohibido los teléfonos móviles en las escuelas públicas de su ciudad: los alumnos no entrarán con teléfono al colegio. La infracción de la norma acarreará la confiscación de aparatos y, avisada la familia del infractor, el teléfono acabará en la basura si los padres no se presentan pronto. Dos razones justifican al alcalde: los móviles distraen (veo alumnos poseídos por la idea fija de recibir y mandar mensajes: manos bajo el pupitre escribiendo a ciegas en el móvil mientras fingen mirar a la pizarra) y alguna vez persiguen fines poco apropiados y peligrosos, dice Bloomberg. Sólo habrá excepciones en casos de probada necesidad médica.

La eliminación del móvil se une a otras medidas para depurar el sistema escolar, como la proscripción de drogas, videojuegos y armas. Sé que el teléfono incluye juegos, ignoro su utilidad como arma (¿qué fines peligrosos temen las autoridades de Nueva York?) y acabo de leer que puede actuar como una droga: el uso del móvil desencadena en ciertos individuos, genéticamente predispuestos, un tipo de trastorno obsesivo-compulsivo que los obliga a llamar sin parar. Es un caso de psiquiatra. Médicos especialistas en adicciones tratan la nueva pasión teléfonica, según informaban hace diez días David Espinós y Javier Sampedro en las páginas de Sociedad de este periódico. Casi en el mismo instante, el alcalde de un pueblo de Sevilla era juzgado por gastar 6.000 euros del ayuntamiento en conversaciones con su novia a través del móvil municipal. Un mal común y muy extendido (coger el teléfono del trabajo para fines personales) coincidía así con una patología emergente: la galopante obsesión por el móvil (y con otra más clásica: la obsesión por la novia).

Hay una estrafalaria proliferación de teléfonos. En una casa, antes, había un teléfono, dos a lo sumo, pero ahora en una familia de tres a cinco miembros no es difícil encontrar siete u ocho teléfonos. En una familia consecuentemente católica, de nueve miembros, por ejemplo, una docena de teléfonos no sería hoy ninguna exageración. Puesto que el móvil se ha convertido en producto desechable, rápidamente renovable, y poseer el último modelo supone una marca de distinción social, en los hogares se multiplican los nuevos módelos de móvil mientras en cajones perdidos se amontonan los superados, obsoletos, silenciados móviles muertos. Espero que la industria del coleccionismo y la nostalgia les dé pronto nueva dignidad a esos aparatos despreciados por antiguos seis meses después de su puesta en funcionamiento.

Necesitamos compulsivamente comunicación: qué miedo el aislamiento sin teléfono móvil (me parecen magníficas esas personas que no pueden esperar a llegar bajo techo y van hablando a voces por las calles, sin pararse nunca). Estamos en la edad del pavor, y hay una rebelión de padres neoyorquinos: después del 11 de Septiembre, dicen, en época de atentados y apagones y en un país donde desaparecen niños a millares, el móvil es para nuestros hijos absolutamente necesario. Es una bendición de Dios en semejante lugar solitario y maldito, como decía del gramófono un poema de Leopoldo María Panero.

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