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Columna
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Euros

Es irremediable. Cada vez que me llega en el cambio un euro de otro país siento una alegría. ¿Qué sabe el ciudadano medio -y me incluyo- de cómo funcionan nuestras nuevas instituciones transfronterizas? ¿De los debates y las deliberaciones de Bruselas? Muy poco, seguramente. Pero esta viva moneda que se vuelve a repetir cada día (perdón) es otra cosa. La realidad tangible de que la Europa comunitaria existe y de que, como ella, podemos circular sin trabas y con derecho propio por todos los rincones del territorio. La apuesta de aprovechar a fondo una situación inconcebible hace tan sólo unas décadas.

Esta mañana, al vaciar mis bolsillos, me he encontrado con tres euros: uno de España, uno de Irlanda, uno de Francia. ¡Los tres espacios predilectos!

El euro español -así como el de Holanda, Bélgica y Luxemburgo- lleva en su reverso, ya se sabe, la efigie del jefe de Estado (en el caso del primero, jefa). Nada que objetar, supongo: donde van reyes, etcétera. Complace, además, que no haya referencia alguna a la tan cacareada Gracia de Dios, responsable en su día de tantas equivocaciones, entre ellas Francisco Franco. En las monedas españolas de 10, 20 y 50 céntimos, he aquí que aparece la cabeza de Miguel de Cervantes, debidamente yuxtapuesta con una pluma. Alguien ha decidido que el creador de don Quijote y Sancho encarna lo mejor, lo más genuino, de la nación. Tampoco discrepo. Pero ¿qué decir de la catedral de Santiago de Compostela, relegada, es cierto, a la Tercera División Numismática (1, 2 y 10 céntimos)? Ya estamos en terreno más movedizo. ¿A quiénes le debemos tal elección? No soy consciente de que hubiera una consulta popular. Ha pesado, me imagino, el empeño de insistir sobre la esencial catolicidad de España. Insistencia muy discutible que nos devuelve a la sagrada unidad patria, a Santiago Matamoros y demás mitologías y zarandajas. Si se alega que de joya arquitectónica se trataba, cabían otros muchos candidatos, desde el acueducto de Segovia hasta la Alhambra. Por mí habría propuesto una imagen de la ciudad de Toledo (desde el otro lado del Tajo), como símbolo de la mezcla de culturas que fue, y que debería ser, España y recuerdo de la labor de aquellos eruditos traductores de distinta extracción que propiciaron la penetración en Europa de tanto texto olvidado o desconocido.

El euro irlandés ostenta un arpa. Reivindicar la armonía está bien, teniendo en cuenta que los celtas siempre fueron muy peleones. El de Francia luce un árbol que representa la vida, la continuidad y el crecimiento. Tampoco está mal. Y no olvida lo de libertad, igualdad y fraternidad.

Al contemplar con satisfacción mis tres euros no puedo por menos de pensar en la terca negación de los británicos a integrarse en la moneda única. ¿Darán un día el salto? ¿Se desharán de su anquilosada monarquía? ¿Tendremos euro isleño sin efigie del rey o de la reina de turno? Me temo que no lo verán estos ojos.

Pobres de ellos. Valdría la pena ser europeo aunque sólo fuera por el placer de poder comparar, directamente, el precio de un vinito en Manchester, Motril o Montmartre.

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