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Columna
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Fruta prohibida

Una buena amiga, escritora uruguaya, me habló una vez de su infancia llena de carne. Como quien dice desayuno, comida y cena de filete o chuleta. Porque ése era entonces el menú básico de las clases desfavorecidas de un país rico en vacas. El anuncio de la subida de los precios de las verduras me ha traído ese recuerdo intraducible a nuestra realidad, porque aquí la carne no es barata; e insoportable en la medida en que conocemos los inconvenientes de una dieta parecida y las ventajas de comer fresco. Que el precio de las frutas y las verduras se dispare debería considerarse un problema de salud pública y atajarse así. En primer lugar, porque no somos lo que comemos pero es evidente que estamos como comemos. Comer sano es calidad de vida; y, por las mismas, felicidad y ahorro de las prestaciones sanitarias. En segundo lugar, porque convertir las dietas más saludables en privilegio de las clases más favorecidas es signo de grave enfermedad social.

Los productores no son los responsables del incremento de los precios sino la "gran distribución", se nos dice. Y esta referencia a la responsabilidad de los intermediarios me permite conectar con la otra realidad inflada de la semana, la de las prestaciones y las remuneraciones de los cargos públicos. El martes los junteros de Vizcaya acordaron subirse galácticamente el sueldo. Y el adverbio lo pongo no sólo por el porcentaje de la subida (en torno al 40%, aunque luego te lo explican y parece distinto pero es peor) sino porque la decisión la tomaron por unanimidad (sic) y a la velocidad de un cohete. A veces, los políticos es que te lo ponen tan fácil que te da no sé qué entrar a saco (a bolsa repleta). Por eso más que pensar en lo que cobran prefiero detenerme en lo que no se ganan. La judicialización de la política es ya menú corriente, carne nuestra de cada día y de una democracia cada vez menos verde y frutal. Entre los peligros del recurso permanente a los tribunales está el de convertir en ininteligibles, para la mayoría de los ciudadanos, los manejos de la vida pública, y además en un momento crucial. Los encajes de la terminología jurídica no están al alcance crítico de cualquiera.

Pero para no apartarme de las nóminas, enuncio una pregunta simple. Si la política la están haciendo mayormente los jueces, ¿por qué no cobran sólo ellos? Por qué no nos ahorramos los sueldos de quienes se han convertido en meros intermediarios, en transportistas de debates y tutelas, del escaño a la audiencia o al tribunal y viceversa. El ahorro podríamos invertirlo en hortalizas varias, en fibra natural y así en alegría para el cuerpo, que ya va siendo hora.

Concluyo con la última entrega de la serie desplazamientos de responsabilidad. Aparece la palabra "inmigrante" en una circular de la consejería de Educación y mientras unos corren al tribunal (es un tic), el Gobierno vasco va subiendo el tono y adaptando su defensa a los argumentos sobrevenidos: esa palabra está ahí porque está, con igual sentido, en otros documentos de la oficialidad central y autonómica. Dando a entender que si la consejera vasca llama inmigrantes a los españoles es por imitación y armonía con la nomenclatura del Estado.

En otro clima a lo mejor daba para varios chistes. Aquí y ahora no tiene mucha gracia, como no la tiene el escaqueo político. No hace falta un tribunal ni un diccionario para aclarar el tema, sino volver a las maneras democráticas clásicas. Al viejo recurso de la interpelación política con acuse de recibo. Señora consejera, ¿qué entiende usted por inmigrante? ¿Es diferente para esa consejería un llegado de Pamplona de uno de Vigo o de Albacete, de otro de Amberes, Ecuador o Malí? ¿En caso afirmativo, en qué reside y cómo se articula esa diferencia? Bastaría con una respuesta precisa y motivada.

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