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Columna
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Observaciones principescas

El tema de esta semana ha sido el anuncio de un próximo enlace: el del príncipe Felipe con la periodista Letizia Ortiz Rocasolano. Sin la más mínima intención republicana, reúno algunas modestas observaciones al respecto.

Hay que apresurarse a llamar Letizia Ortiz a Letizia Ortiz. Próximamente hacerlo de ese modo será una descortesía y habrá que recurrir, al menos en público, al término Su Alteza. Aprovechemos ahora, porque esto se va a acabar.

¿Por qué, en este caso, Letizia se escribe con zeta? Uno se lo preguntó hasta acceder a la pasmosa verdad, cuando, en las fotos de la pedida, aparecieron sus hermanas: Thelma y Erika. Ahora el sustrato se vuelve tan diáfano como el ascendiente familiar.

A partir del anuncio del compromiso entre el Príncipe y Letizia, se han sucedido toda clase de declaraciones de parientes, amigos y compañeros de la novia, ponderando distintas dimensiones de su personalidad. A pesar de la naturalidad con que dicen guiarse las monarquías contemporáneas, donde todo es sencillo, llano y transparente, se ha obviado una opinión de gran interés periodístico: la de su ex marido. No hagamos preguntas retóricas.

Los testimonios de parientes, amigos y compañeros de Letizia han destacado diversas, pero al tiempo numerosas, virtudes de la candidata al reinado de España. Personalmente creo que se han prodigado los elogios hasta extremos inverosímiles: se ha llegado a afirmar que suele aparcar muy bien el coche. Lo cual no implica, por supuesto, que haya que dudar de la posesión por la novia del Príncipe de tan notoria habilidad.

No parece muy claro que el alto deber de imparcialidad, equidad y rectitud que debe guiar a la monarquía venga convenientemente avalado por haber ejercido el periodismo desde los telediarios de Urdaci.

Plebeya es palabra repugnante, pero desde hace algunas décadas sólo se usa para denominar a aquellas mujeres que, sin título de nobleza, logran casarse con príncipes. Desde esta nueva interpretación semántica, ser plebeya está por encima de muchas otras condiciones. Una gran satisfacción debe de recorrer a los servicios de la Casa Real: han sorteado airosamente las inquinas de la prensa del corazón. Su profesionalidad es una de las cosas más admirables, técnicamente hablando, de esta historia.

Rocasolano no será apellido noble, pero se le parece.

Como en el caso de Iñaki Urdangarin, cierta prensa matritense no pierde ocasión: se ha insistido ahora en que Letizia Ortiz es hija de asturianos, pero también ¡nieta de vascos! La hidalguía universal de los irreductibles galos resulta risible si la esgrimen los propios, pero cobra una perversa y singular importancia, un misterioso y envenenado magnetismo, cuando el hidalgo o la hidalga en cuestión aspira a ingresar, sin mayores atributos nobiliarios, en las alcobas de la Familia Real. Suena peor que lo del Rh.

Rafael Anson y Alfonso Ussía declaran por televisión que el Príncipe ha tenido un gran acierto. La pregunta es: ¿Debe preocuparse el aludido? ¿Habrá sido todo un gran error?

Oído a una periodista en una cadena radiofónica de alcance nacional: "Letizia somos todas".

Paradojas de la globalización: antes el pueblo aceptaba sin reservas princesas y príncipes extranjeros. Ahora que el pueblo viaja tanto y que enlaza incluso con foráneos linajes, prefiere sin embargo monarcas ligados al terruño. La sangre azul era lo más internacionalista que había inventado la humanidad antes de Karl Marx, pero ahora las monarquías se están haciendo molestamente provincianas.

Más allá de otras observaciones, vivan los novios. Todos los novios se merecen lo mejor. A toda joven pareja hay que desearle la mayor felicidad y, como dijo Manuel Alcántara, a todo matrimonio desearle la mayor felicidad posible, dentro del vínculo.

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