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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Realidad y retórica

George Bush acaba de afirmar que las tradicionales políticas de EE UU de apoyo a los regímenes dictatoriales en Oriente Próximo han fracasado. Y en consecuencia anuncia, en lo que algunos consideran un discurso que marca un viraje en la política exterior de EE UU, una nueva estrategia de defensa de las libertades. El argumento central del presidente, muy de agradecer a estas alturas, reza que la estabilidad no puede ser comprada a expensas de la libertad. De este impulso a la democracia se desconoce todo, salvo que Washington no intentará imponer sus propios moldes en el mundo musulmán.

El mensaje de Bush, que sin duda alentará a quienes en la región luchan por los derechos más elementales, tiene el mérito de reconocer verdades evidentes y la rara virtud de entonar un mea culpa. Pero los antecedentes históricos y la absoluta falta de precisión del supuesto cambio de rumbo estadounidense sugieren que, antes que la epifanía que algunos adivinan, se trata de un penúltimo y esforzado intento de la Casa Blanca, a falta de cualesquiera otros argumentos, para justificar la invasión de Irak en aras de la democracia. Bush ha vuelto a asegurar que Bagdad acabará irradiando estabilidad a toda la región, precisamente cuando las encuestas muestran que la mayoría de los estadounidenses desaprueba el manejo de una ocupación que por momentos se torna pesadilla.

La historia recuerda que EE UU no ha dejado de moverse entre la retórica de las libertades y la crudeza de sus intereses. Con machacona frecuencia, la política de Washington, especialmente en Oriente Próximo, se mueve más por ilusiones que por realidades. Irak es la última y más dramática demostración. Quizá uno de los activos de Bush como político es su incorregible optimismo, pero esa característica oculta una deprimente sucesión de lecciones no aprendidas. Por vía de ejemplo, el inquilino de la Casa Blanca parece acabar de descubrir que Egipto es una dictadura, además de un régimen nepotista, al que, sin embargo, engrasa con 2.000 millones de dólares anuales.

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Revisar algunos de los acontecimientos clave de Oriente Próximo durante esos 60 años denostados por Bush es constatar cómo Washington ha hecho perfectamente compatible su autopercepción como faro del progreso moral con el apoyo a regímenes despóticos. Si esa constante desaparece ahora, asistiremos a un giro copernicano de la superpotencia llamado a transformar el mundo. La Casa Blanca, entretanto, debe empezar a acomodar su nueva estrategia de las libertades con su papel en la contienda entre Israel y los palestinos.

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