Noche de rarezas
Cuando media hora larga pasada la medianoche terminaba el concierto, los comentarios se dividían entre lo bueno que había sido y lo tarde que se nos había hecho. Como no tiene pinta el maestro holandés de hombre trasnochador, el agradecimiento porque no se afligiera con la hora tiene que ser especial.
Mérito también tuvo el programa, raro y curioso, sí, pero con el interés de lo infrecuente. La Sinfonía de Cherubini, que fue pieza predilecta de Toscanini y de nadie más, llega con Brüggen despojada de buena parte del academicismo que le suponían los que hablaban de ella sin haberla escuchado nunca. Y es que de la mano del holandés los extremos se tocan y quien escuchara el pasado lunes a Gardiner pensaría que Cherubini y Berlioz se odiaban tanto que necesitaban imitarse mutuamente, que las delicias del Scherzo de la Sinfonía parecían desmentir la fama de adustez de la minerva del florentino hecho francés y poderoso, y hasta que el inicial Adagio, de raigambre haydiana, era para despistar a la vista del Allegro que, enseguida, nos ponía en un terreno mucho menos trillado de lo que cuentan los manuales. Descubrimiento, pues, y de los buenos.
Orquesta del Siglo XVIII
Frans Brüggen, director. Rebecca Nash, contralto. Juan Jesús Valverde, narrador. Obras de Cherubini y Beethoven. Auditorio Nacional. Madrid, 3 de noviembre.
De Beethoven se nos dio toda la música incidental para Egmont, el drama de Goethe retocado sucesivamente por Schiller y Grillpazer. El miedo venía de la presencia de un narrador, es decir, de alguien ajeno a la música que suele ponerse nervioso, pifiarla un par de veces al principio, perder pie después y disfrazar de gestualidad la falta de condiciones para la tarea. Los narradores y los coros de niños los carga el diablo. No fue el caso de Juan Jesús Valverde, que estuvo estupendo, nada enfático, comedidamente dramático y siguiendo con atención al maestro en su lectura de un texto bien aleccionador sobre la libertad y la tiranía, con los españoles de opresores. Rebecca Nash daba el tipo perfecto de menestral bruselense y la voz circuló sin problemas por las dos preciosas canciones que le correspondían.
Hubo, en efecto, sensación de música y palabras unidas, de teatro sin actores pero con un hilo conductor que los suplía bien y una orquesta que los acompañaba mejor. La del Siglo XVIII es una formación de gran clase, menos deslumbrante pero de no inferior calidad a la revolucionaria y romántica de Gardiner, con las trompas -verdadero talón de Aquiles de estas agrupaciones con instrumentos originales- siempre afinadas y más exactas que poderosas. El público, que sólo mediaba el auditorio, se felicitó al final de que el trasnoche hubiera merecido la pena.
Babelia
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