La edad dorada del Manzanares
Álamos, fresnos, sauces y alisos pintan en otoño de vivo color las orillas del río a su paso por el real sitio
El Manzanares, al pasar por El Pardo, ya no es el joven atlético que baja zumbando por las gargantas graníticas de la Pedriza y la rampa de Colmenar. Pero tampoco es el anciano menguado y un tanto maloliente que, arrastrando los pies embarrados, rodea los cortados de la Marañosa para morir en el Jarama. Y, desde luego, nada en él anuncia al prejubilado, color gris asfalto, que pasea del brazo de la M-30 desde la cercana Puerta de Hierro hasta el Nudo Sur.
Acodado en el pretil del puente de los Capuchinos, por el que la carretera que sube a la ermita del Cristo de El Pardo cruza el Manzanares, el excursionista contempla con cariño a este compañero de tantas andanzas que, en el medio del camino de su vida, conserva un correr impetuoso y un risueño fulgor de arboledas en la mirada, si bien en lo primero tiene algo que ver la presa de El Pardo, que está soltando agua a mansalva dos kilómetros y medio más arriba, y en lo segundo, el otoño, que es un gran maquillador.
La reserva integral del monte de El Pardo descubre decenas de gamos entre las encinas
El excursionista, cuyo plan es subir hasta la presa, duda por cuál de las dos orillas hacerlo. La margen izquierda, que es la que queda a mano derecha mirando aguas arriba desde el puente, la ve muy acondicionada con paseos alicatados, columpios, bancos y puestos de pesca donde los vecinos se emplean en gran número y con ardor, como desquitándose de las penas que la corona les imponía por pescar antaño en éste su coto privado, penas que, reinando Felipe II, eran de cien azotes a la primera infracción y galeras a la segunda.
La margen derecha, en cambio, le parece selvática y tal vez intransitable, pero en cuanto se echa a andar por ella, descubre una buena senda que discurre arrimada a una baranda de madera, muy útil ésta -según piensa el excursionista entre veras y burlas- para evitar no sólo las lesiones que pudieran derivarse de caer rodando al río, sino también el recuerdo de la multa que le caía en otro tiempo al imprudente que osaba bañarse en los ríos y estanques regios, multa que, reinando el Prudente, era de 3.000 maravedíes, una pasta.
Al poco la baranda desaparece, pero la senda continúa clara bajo la fronda dorada de álamos, sauces y alisos, a través de la cual, en el carrizal ribereño, el excursionista distingue el verde capirote del ánade real y el perfil interrogante de la garza. Y así sigue la senda, llana y rectilínea, hasta que, a los 20 minutos, tras rebasar la desembocadura del arroyo de la Sanguijuela, vira a la izquierda obligada por un meandro, señal de que el río ya no es el niño salvaje de la sierra roqueña, sino el adulto reflexivo y vacilante del llano arenoso.
En otros 20 minutos, al llegar a la altura de una fuente, el excursionista rechaza la invitación que, en forma de pasarela, le hace la margen contraria, viendo enseguida recompensada su fidelidad con el hallazgo de una fresneda poblada de ejemplares mastodónticos.
Mientras que, mirando a la izquierda, tras la alambrada que protege la zona de reserva integral del monte de El Pardo, descubre docenas de gamos triscando entre las encinas, cosa nada extraordinaria, pues hay 4.000 y en esta época andan revueltos, de ronca que le dicen.
Tras una hora de paseo -incluidas paradas contemplativas-, se planta ante el aliviadero del embalse de El Pardo; aunque, en realidad, el que se alivia, enormemente a juzgar por el chorro, es el Manzanares, que le cuenta al excursionista la paradoja de que en la zona cerrada del monte de El Pardo, donde supuestamente reina la vida salvaje, es un río muerto (embalsado, quieto, sin bosque de ribera), y en la zona abierta al público, como se ha visto, es un río vivo: quizá un poco mayor y achacoso, pero vivo al fin y al cabo.
Como la zona de libre acceso acaba aquí, el excursionista emprende el regreso (otra hora) por el mismo camino, el de la margen derecha, la solitaria, sintiéndose tan lejos de quienes ponen alambradas al monte como de quienes lo adornan con baldosas y columpios, que es como diría sentirse, si hablar pudiera, el Manzanares.
Rutas guiadas para colegios
- Dónde. El Pardo dista ocho kilómetros de la capital. Tiene acceso por la M-30 y la M-40, cogiendo los desvíos señalizados a la M-605 (carretera Madrid-El Pardo). También se puede ir en el autobús nº 601, que parte de Moncloa (teléfono 91 3760104). Una vez en la población, hay que seguir las indicaciones viales hacia el Cristo de El Pardo y estacionar junto al puente de los Capuchinos, donde la carretera cruza el río Manzanares y empieza el recorrido a pie.
- Cuándo. Otoño, por la agradable temperatura y el espectacular colorido del bosque de ribera, es la época ideal para hacer este itinerario de cinco kilómetros y dos horas de duración -ida y vuelta por el mismo camino-, sin desnivel y con una dificultad muy baja.
- Quién. La Sociedad Española de Ornitología (tel: 91 4340910) organiza rutas guiadas para los colegios por ésta y otras áreas del monte de El Pardo de lunes a viernes. Otra variante de este recorrido puede consultarse en www.madrid.org/inforjoven/cridj/tlibre/rutasCAM/elpardo.htm
- Y qué más. Cartografía: mapa 534-III del Instituto Geográfico Nacional, a escala 1:25.000; en su defecto, hoja 19-21 (Colmenar Viejo) del Servicio Geográfico del Ejército, a escala 1:50.000.
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