Tren
De repente un viejo temor ha vuelto a enfriar nuestros corazones, el temor a ser olvidados, a regresar del hospicio a la calle con los zapatos rotos, y hemos descendido a aquel pasado en tonos ocres en que el Sur consistía en la última frontera de la Tierra, donde los adelantos tenían que esperar a que las mulas franqueasen Despeñaperros y la actualidad era siempre cosa del día siguiente.
Claro que es natural que los poderes de Sevilla y Córdoba observen con suspicacia las sustracciones de RENFE y frunzan los ceños ante los mandamases de Madrid cuando les devuelven enrevesadas excusas sobre el bien común y los cortos plazos: porque el atentado contra el AVE que une a Andalucía con el corazón del país supone algo muy similar a empuñar unas tijeras para amputar en frío un cordón umbilical, a detener los aparatos de respiración asistida en este Estado en que la eutanasia constituye un delito tan severamente proscrito. Nuestros alcaldes temen que se empiece por cuatro vagones y se continúe por la media docena, y que al cabo de un decenio una locomotora se añada también a la resta. Pronóstico catastrófico donde los haya, qué duda cabe. Aunque yo era joven como un níspero verdecido en aquellos tiempos en que el AVE no ventilaba nuestra capital, puedo recordar las diferencias con respecto al mundo de ahora, y la comparación resulta tan instructiva como yuxtaponer un daguerrotipo a una fotografía en color: porque acordarse de aquella Sevilla jurásica de antes de la Expo es recordar un estuario donde las horas se atascaban como barcos envejecidos, una larga tarde sepia que se esforzaba en no concluir, calles llenas de basuras, rostros con el mismo color de arenque revenido que lucían las fachadas de las casas, solares, una larga tapia que rodeaba la calle Torneo dando inicio al vasto continente de arrabales y extrarradios que se dilataba hacia las colinas. La civilización, Madrid, España, estaban demasiado lejos para acordarse de ellas: y era mejor dormitar en las continuas tardes de domingo y entretenerse con los partidos de rugby en el estadio de Chapina.
Sería un error caer en el cainismo autonómico y comenzar, una vez más, a cubrir de estiércol a los catalanes por robarnos esos trocitos de futuro que tanto tardaron en atravesar Sierra Morena para venir a nuestro encuentro: la culpa es del gobierno central que padecemos, de su odio perseverante hacia las comunidades no sometidas, y de su deseo de hacer campaña electoral en una Cataluña que irremediablemente vuelve a escapárseles de las manos. Da lo mismo que el AVE acuda a Lleida a ritmo esclerótico y que el modesto utilitario de papá pueda ganarle la contrarreloj desde la autopista; da lo mismo que el AVE, tal y como andan las cosas, no añada nada a los medios de transporte ya existentes entre el centro y el noreste de la península. Hay que retirarles esos vagones a Sevilla y Córdoba porque así pegamos el varapalo a dos díscolos partidos de izquierdas en sus feudos y de camino mostramos al mundo lo comprometidos que estamos con la tecnología y el progreso. Como siempre, quien paga las desavenencias de los políticos es el que no cobra dietas y no tiene escaño en ningún parlamento: el mismo que se quedará sin sitio cuando las plazas de los vagones suprimidos se liquiden del todo.
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