Reformar ¿para qué?
Periódicamente aflora en el debate político la conveniencia de reformar la policía. Entonces se plantean cuestiones como la descentralización de funciones propias del Cuerpo Nacional de Policía y la Guardia Civil a las policías autonómica y local o la deseable coordinación de los dos cuerpos estatales. El resultado tangible de este cuestionamiento persistente del modelo policial se reduce a las novedades aportadas por una ley orgánica -la de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad- que habrá envejecido sin ver desarrolladas sus principales previsiones: ¿qué se sabe, 17 años después, del órgano que debía promover, con la participación de todas las administraciones competentes, una auténtica política de seguridad pública?
Existen motivos de suficiente gravedad como para no demorar una profunda reforma
Cabe reconocer que el debate sobre la reforma policial no ha logrado, en general, rebasar los límites de los gremios implicados e interesar a la clase política, y mucho menos aún a los ciudadanos. Me atrevo a aventurar una causa: se le ha sustraído al debate un elemento esencial: ¿para qué reformar la policía? Y, sin embargo, existen motivos de suficiente gravedad como para no demorar una amplia y profunda reforma del aparato policial en España. Pienso, básicamente, en tres.
1. Las viejas mafias locales, ahora articuladas en una eficientísima red global de crimen organizado, expanden la economía criminal a un ritmo vertiginoso (se estima en un billón de dólares anuales el producto criminal bruto, es decir, el 15% del comercio mundial), sin reparar en las fronteras estatales y mostrando un desprecio comprensible por los vetustos procedimientos judiciales y policiales. Esta grave situación resulta particularmente lacerante en la Unión Europea debido a la sinergia perversa producida por la coincidencia de cuatro fenómenos: el colapso de la Unión Soviética, la precipitada eliminación de las fronteras europeas, la globalización financiera, y el debilitamiento del Estado. Ello ha propiciado una oportunidad única para los traficantes de armas, personas, drogas o material radiactivo que, naturalmente, han sabido aprovechar; hasta el punto de que el sueño de la unidad europea amenaza con convertirse en una pesadilla: la transformación de Europa en la más importante zona franca para el crimen organizado global.
2. La evolución constante del terrorismo contemporáneo hacia formas nuevas y cada vez más peligrosas plantea un doble reto. En sus manifestaciones locales (ETA, en nuestro caso) busca, como advierte Reinares, una reacción estatal desmesuradamente coactiva, basada en una lógica militar que traicione los principios y los procedimientos propios del orden democrático. Una reacción como ésta, lejos de apagar las causas del incendio social, lo aviva -aumentando la inseguridad, el desorden y polarizando el conflicto-, y con ello contribuye decisivamente a la cronificación y a la extensión del problema que, se supone, pretendía resolver. En su dimensión global, el crecimiento del terrorismo religioso y la extraordinaria multiplicación de su potencial destructivo desmiente la tranquilizadora versión occidental que insiste en considerarlo una anomalía y un anacronismo y consigue que la estrategia imperial de guerra-contra-el-terrorismo resulte muy peligrosa; ya que, como señala Juergensmeyer, se ajusta al guión escrito por los terroristas religiosos: la imagen de un mundo en guerra entre las fuerzas laicas y religiosas.
3. El rendimiento económico y político que procura a la industria de la seguridad y al fundamentalismo neoliberal el fenómeno de la inseguridad ciudadana se corresponde con la creciente ineficacia de unas políticas de seguridad pública que lo apuestan todo a la capacidad represiva del sistema de justicia penal. La eficacia de este engaño colosal -que consiste en vender orden enmascarado de seguridad a unos ciudadanos cada vez más atemorizados- se ve cuestionada por la propia saturación del sistema público de seguridad: las leyes quedan obsoletas antes de ser aplicadas, la policía ni puede ni sabe atender las crecientes demandas ciudadanas, los tribunales se ven desbordados, las cárceles rebufan. Al Estado le cuesta, pues, cada vez más mantener la apariencia de garante de la seguridad de los ciudadanos.
¿Para qué, pues, reformar la policía? Pudiera parecer obvio: para frenar efectivamente la criminalidad organizada, el terrorismo y la delincuencia. Para ello, sin embargo, sería necesario revertir la degradación espectacular que viene sufriendo el servicio público de seguridad en beneficio de la seguridad privada (el total de efectivos privados ya supera a la Guardia Civil). Asimismo, debería cesar la competencia estéril entre los distintos cuerpos, de manera que los de ámbito estatal pudieran implicarse, con los debidos poderes y capacidades, en una decidida lucha internacional contra el crimen organizado global, mientras los de ámbito local y autonómico se ocuparían en reducir la inseguridad ciudadana. La reforma, además, habría que abordarla simultáneamente a dos niveles: europeo, con el desarrollo efectivo del espacio de Justicia y Asuntos de Interior (JAI), y estatal, atendiendo a la realidad propia de cada comunidad autónoma. Ello requeriría adecuar la Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad a fin de fijar el nuevo papel atribuido a la policía local, modificar la delimitación de ámbitos territoriales y funcionales entre los distintos cuerpos, unificar el Cuerpo Nacional de Policía y la Guardia Civil (desmilitarizándola), facilitar la creación de mancomunidades para la prestación supramunicipal del servicio público de policía, ampliar la potestad de las comunidades autónomas para coordinar las actuaciones de la policía local y articular mecanismos de cooperación entre las policías local y autonómica y entre éstas y la estatal y la europea. Nada menos.
Jaume Curbet es editor de la revista Seguridad Sostenible (Instituto Internacional de Gobernabilidad).
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