Nixon o la arrogancia del poder
Abril de 1994. En una colina del sur de California, dos hombres, uno mucho mayor que el otro, comprueban sus relojes y abandonan el refugio para salir bajo la lluvia. Entonces, mientras un convoy de limusinas se desliza a paso fúnebre bajo su mirada, un trueno sacude las nubes.
-Es Nuestro Señor, que recibe al presidente en su casa -dice el más viejo.
-¿Sabes qué me parece a mí? -contesta el otro-. Creo que es el viejo diciéndole a Nuestro Señor: "He venido por si necesitas ayuda".
Aquél fue uno de los pocos momentos de frivolidad de un día lleno de emociones intensas y recuerdos apremiantes. Billy Graham, predicador y amigo de numerosos presidentes, y el veterano representante del Partido Republicano Ron Walker habían acudido a California para enterrar al trigésimo séptimo presidente de Estados Unidos, Richard Milhous Nixon. El dominante político norteamericano de la segunda mitad del siglo XX había sufrido la semana anterior un fulminante derrame cerebral, a la edad de ochenta y un años. Había pasado su último día de actividad trabajando en un discurso político en su casa cercana a Nueva York. Nixon había dejado instrucciones para que, en caso de sufrir una enfermedad que lo dejara totalmente incapacitado, no lo mantuvieran con vida artificialmente. En el hospital, el jefe de Neurología dijo que Nixon no quería seguir viviendo si no podía participar ni tomar las riendas. Había aprovechado su última oportunidad de "ejercer liderazgo moral".
Una encuesta realizada tras su muerte señalaba que el 27% creía que sería recordado como un gran presidente; el 44% estimaba que sería recordado como un líder deshonroso
De los 58.000 estadounidenses que murieron en Vietnam, 21.000 fallecieron durante la presidencia de Nixon, antes del acuerdo que él había calificado como "paz con honor"
Nixon había pasado su último día trabajando en un discurso político. En su testamento decía que no le mantuvieran con vida artificial en caso de enfermedad que le incapacitara
Erlichman, su consejero de política nacional, sintió que el presidente le había "engañado por completo" durante el 'Watergate'. Nunca volvieron a hablarse y no asistió al entierro
Como presidente, dos décadas antes, Nixon había especificado que, cuando falleciera, quería yacer con todos los honores bajo la cúpula del Capitolio, como se había hecho con todos los líderes nacionales desde Abraham Lincoln. El hombre a quien había servido como vicepresidente, Dwight D. Eisenhower, su predecesor Lyndon B. Johnson y su antiguo rival John F. Kennedy yacían allí. En su vejez, en cambio, Nixon se adelantó para evitar que nadie pudiera negarle el honor y ordenó que sus restos se enviaran a Yorba Linda, cerca de Los Ángeles, y se "plantaran", aquellas fueron sus irónicas palabras, junto a su mujer, Pat, a la sombra de la granja en la que había pasado su infancia.
Las Fuerzas Aéreas llevaron a Nixon a casa en un sencillo ataúd de caoba envuelto en la bandera norteamericana, a bordo del mismo Boeing 707 azul y blanco, en otro tiempo denominado Air Force One, que le llevara hasta California en 1974, cuando se convirtió en el primer presidente de Estados Unidos obligado a dimitir cubierto por la vergüenza.
Aquella tarde y durante la noche, un guardia de honor permaneció como centinela mientras los ciudadanos llenaban el vestíbulo de la Biblioteca Nixon, en la que se podían admirar las fotografías del presidente en sus momentos de gloria. La gente saludaba quitándose el sombrero o permaneciendo de pie con la mano en el pecho delante del ataúd. Hubo un momento en que la fila llegó a medir cerca de cinco kilómetros de largo y, para cuando se cerraron las puertas, se calculó que unas cuarenta y dos mil personas habían pasado a rendirle homenaje.
El presidente Clinton, flanqueado por los cuatro ex presidentes vivos de Estados Unidos Ford, Carter, Reagan y Bush, le dio el último adiós en el funeral "en nombre de una nación agradecida". "Ojalá termine al fin el día en el que se ha juzgado al presidente por algo más que su vida y su carrera", afirmó. Gerald Ford, que le sustituyó tras su dimisión, aquella semana dijo estar más convencido que nunca de haber hecho lo correcto al absolver a Nixon de todos los delitos que pudiera haber cometido durante su mandato.
Entre los asistentes al funeral, aquel día se congregó una falange de antiguos secretarios de Estado, secretarios de Defensa, un fiscal general, varios miembros del Congreso y representantes de ochenta y cinco países. El gobernador de California, Pete Wilson, y el líder de la minoría del Senado, Bob Dole, no pudieron contener las lágrimas durante el panegírico. La voz gutural de Henry Kissinger, antiguo secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional, perdió la compostura cuando elogió a Nixon como "nuestro noble amigo [...], uno de los presidentes de mayor influencia" en el desarrollo de la política exterior, cuyos "grandes logros fueron tanto morales como políticos".
El funeral finalizó con todos los honores militares. Los aviones de combate de las Fuerzas Aéreas volaron en missing man formation (una maniobra para rendir honores a las grandes personalidades), los obuses tronaron, los fusiles dispararon salvas y una corneta solitaria tocó a silencio.
El único hermano vivo del presidente, Edward, que guardaba un parecido inquietante con el difunto, contemplaba, incómodo y solitario en un rincón, cómo las dos banderas norteamericanas que habían cubierto el ataúd eran entregadas a las hijas de Richard, Tricia y Julie. Acto seguido, el féretro fue introducido en la tierra húmeda.
Sentido del drama
Los fieles seguidores de Nixon juzgaron aquel último adiós como un éxito rotundo. Ronald Walker, que lo había organizado con la misma eficacia y sentido del drama que en otro tiempo utilizara para organizar las convenciones republicanas, afirmó que se sentía eufórico. Ron Ziegler, el antiguo secretario de Prensa que en una ocasión se había visto obligado a admitir que unas declaraciones previas realizadas en nombre de Nixon eran inoperantes, se marchó sintiéndose "
profundamente agradecido, a pesar de los incidentes del caso Watergate". Peter Flanigan, el antiguo asesor especial de Nixon que había intervenido a instancias de éste para poner trabas a las emisiones, afirmó estar "exaltado [...]. ¡Qué historia! Salir de las profundidades y convertirse en un estadista a ojos de sus compatriotas, apoyándose tan sólo en sus propias agallas y en su intelecto". Len Garment, uno de los abogados de Nixon en el caso Watergate, comentó que Nixon había "ganado la batalla [...] había vuelto atrás". "El viejo", según el general Vernon Walters, intérprete de Nixon en sus visitas al extranjero y subdirector de la CIA, "debe de estar mirando hacia abajo y saboreando esta deliciosa venganza".
No obstante, una encuesta llevada a cabo a principios de esa misma semana indicaba que, mientras que el 27% de los encuestados aseguraba que Nixon sería recordado como un gran presidente, más del 44% pensaba que sería recordado como un líder deshonroso. El cálculo de los individuos que asistieron al funeral y de los que prefirieron no hacerlo suscita algunos interrogantes y oscuros misterios que los nixonianos preferirán sin duda olvidar.
La noche en que Nixon sufrió el fatal derrame, un viejo enemigo celebraba su 90º aniversario en una fiesta en Nueva York. Alger Hiss, el otrora asesor especial del Departamento de Estado a quien Nixon había perseguido acusándolo de comunista y traidor, y que había adquirido relevancia nacional en el proceso, había sobrevivido a su Némesis. "No voy a regodearme", declaró Hiss, admitiendo la ironía. "Hay muchas cosas en la vida de ese hombre que no han quedado desagraviadas".
El consejero que orientó a Nixon en su primer momento para que recurriera a la "caza de brujas anticomunista" para ganar las elecciones, Murray Chotiner, había muerto hacía mucho tiempo. Había sido el custodio de muchos de los secretos de aquel hombre, incluida la verdad sobre el apoyo que la Mafia había dado a Nixon desde el principio.
Nixon jamás dio las gracias a Robert Maheu, en otro tiempo asesor del multimillonario Howard Hughes, por haberle ayudado a salir de las dificultades políticas y por haber refutado las acusaciones de corrupción. "Nunca he creído que un hombre se redima instantáneamente de sus pecados a la hora de su muerte", comentó Maheu a sus compañeros de cena la noche en que Nixon murió. Él tampoco asistió al funeral.
En una ocasión, Nixon habló a Maheu de la posible necesidad de matar a un conflictivo hombre de negocios extranjero. En su retiro, el ex presidente negó haber estado implicado en conspiraciones para asesinar a líderes foráneos. Sin embargo, la violencia y las acusaciones de violencia -desde las palizas a los agitadores hasta los rumores de asesinato- marcaron la carrera de Nixon. Su primer vicepresidente, Spiro Agnew, afirmó que dimitía -en lugar de permanecer en el cargo para afrontar las acusaciones de corrupción- presionado por lo que él había interpretado como amenazas físicas por parte de Nixon. "Temía por mi vida", recuerda Agnew, y, aunque acudió al funeral, hacía años que no se hablaba con el ex presidente.
G. Gordon Liddy también se encontraba presente en el sepelio y quienes coincidieron con él comentaron que su aspecto era "más amenazante que nunca". El hombre que había liderado el chapucero robo a la sede del Partido Demócrata en el Watergate, de acuerdo con la investigación del Senado, se consideraba un "prisionero de guerra" y, en su momento, se negó a ofrecer más datos que el equivalente metafórico de su nombre, rango y número de serie. Liddy pasó tres años en la cárcel por robo con allanamiento de morada y escucha telefónica. Por entonces ya no era más que un disidente que se ganaba la vida acudiendo a programas de entrevistas como invitado. En el funeral, inclinó la cabeza ante el féretro del ex presidente.
Otro de los ausentes fue E. Howard Hunt, principal seguidor de Liddy, que hasta el final mantuvo la convicción de que el presidente había ordenado personalmente el robo. También pasó un tiempo en prisión y veía a Nixon como un ser "despreciable" por haberse salvado a sí mismo a expensas de otros. James McCord, el jefe de seguridad del comité para la reelección de Nixon, que también estuvo en prisión por su implicación en el robo, tampoco acudió al sepelio. Nunca dejó de creer que Nixon había ordenado la operación.
Engañado por completo
De los tres asesores especiales que tenían más posibilidades de conocer la verdad sobre el Watergate y mucho más sobre el propio Nixon, sólo uno sobrevivió al presidente. Tanto John Mitchell, antiguo fiscal general y amigo íntimo de Nixon, como H. R. Haldeman, jefe de personal de la Casa Blanca, fallecieron antes que él. Ambos tuvieron que cumplir la correspondiente condena por obstrucción a la justicia, al igual que el consejero de política interior John Ehrlichman. Ehrlichman sintió que el presidente le había "engañado por completo" durante el Watergate y, tras la dimisión de Nixon, jamás volvieron a hablarse. No asistió al funeral.
A pesar de sus diferencias con Nixon, sus dos asesores más cercanos conservaron un gran respeto por las aptitudes de su antiguo jefe. "Su fuerza reside en su intelecto", había declarado Ehrlichman. "Tenía una mente brillante". "Dudo que hubiera llegado a servir a ningún otro hombre en el despacho del presidente", dijo Haldeman. "Sentía un enorme aprecio y un gran respeto por su grandeza".
También estuvo presente en el funeral otro asesor especial de la Casa Blanca, Charles Colson, que se veía a sí mismo como uno de esos tipos "dispuestos a darle una patada en los cojones a cualquiera, un fanático de Nixon que odia a los periodistas y a los liberales". El presidente utilizó a este experto en el juego sucio como contacto con los líderes corruptos del Sindicato del Transporte. Colson, que había estado encarcelado por obstrucción a la justicia, lloró la muerte del ex presidente.
El ayudante de Haldeman, Gordon Strachan, también presente en el funeral, había mantenido la boca cerrada desde 1974, cuando se retiraron los cargos contra él. Posteriormente, admitió haber destruido documentos potencialmente comprometedores y haber entregado dinero que debía ser usado para comprar el silencio de alguien.
El hombre a quien Nixon tachó de "demonio" por haber pasado información a los investigadores, el abogado presidencial John Dean -otro de los asesores que estuvieron en prisión-, no asistió al entierro de Nixon. En aquel momento se encontraba implicado en una demanda que había interpuesto por la publicación de un libro en el que se insinuaba que él había sido el cerebro del Watergate y que había algún tipo de implicación sexual en el asunto relacionada con la mujer que ahora era su esposa.
El abogado personal de Nixon, Herb Kalmbach, quien cumplió condena por violar la normativa de la campaña electoral, se encontraba también entre los asistentes. Había controlado grandes sumas de dinero en depósitos secretos, fue acusado de vender embajadas, estuvo presente cuando el presidente firmó una declaración de la renta falsa y viajó por todo el país bajo nombres falsos mientras ayudaba a Nixon a encubrir los delitos descubiertos a raíz del Watergate.
Rose Woods, la más fiel de las secretarias, también acudió a presenciar el entierro del hombre al que sirvió durante veintitrés años. Al cabo de unos meses, mientras la oscuridad del Alzheimer empezaba a cernirse sobre ella, salieron a la luz unos papeles en los que se revelaba que el propio abogado de Nixon estaba convencido de que ella había borrado, "de forma intencionada y no por accidente", los infames dieciocho minutos y medio que faltaban en una de las conversaciones clave de Nixon sobre el Watergate.
El mejor amigo de Nixon, Bebe Rebozo, de ochenta y un años, también estuvo al pie de su tumba. Se dice que estuvo en el hospital cuando el ex presidente exhaló el último suspiro. Rebozo, que en otro tiempo recibió sumas de dinero encubiertas destinadas a Nixon de manos de Howard Hughes, era sospechoso de haber usado el banco que poseía en Florida para blanquear dinero procedente de un casino de las Bahamas. El Comité del Senado para el caso Watergate se refirió a Rebozo y a los dos hermanos de Nixon como los testigos que habían obstruido su trabajo.
A diferencia de muchos presidentes, Nixon jamás tuvo fama de mujeriego. Ofreció su apoyo a Marianna Liu, una antigua camarera de hotel que había conocido en Hong Kong en los años sesenta, cuando ésta presentó una demanda por algunos reportajes de prensa en los que se hablaba de su relación. Liu, que había vivido en el pueblo natal de Nixon después de trasladarse a Estados Unidos, visitó su tumba un tiempo después del funeral.
Traficante de armas
El millonario y traficante de armas saudí Adnan Khashoggi, que había tratado a Nixon antes de que éste llegara a la presidencia, se entrevistó con él mientras ocupaba el cargo y se dijo que había entregado un millón de dólares al presidente para financiar la campaña electoral, suma que era totalmente ilegal dado que procedía de un donante extranjero. Khashoggi asistió al funeral y ocupó un lugar privilegiado cercano a los familiares. También estuvo presente la antigua emperatriz Farah Diba, viuda del sha de Irán, con quien Nixon había mantenido una inusual amistad y a quien -casi sin consultar con el Gobierno norteamericano- había permitido la adquisición de una cantidad casi ilimitada de armamento en el país.
Todos los que exaltaron a Nixon en el momento de su muerte recordaron su éxito al conseguir apartar a Estados Unidos de la guerra de Vietnam. "El mayor honor que la historia le puede conceder", reza la inscripción de su lápida negra de granito, "es el título de conciliador". La frase está extraída del primer discurso de investidura del presidente.
De los más de cincuenta y ocho mil norteamericanos que murieron en Vietnam, casi veintiún mil fallecieron durante la presidencia de Nixon, antes del acuerdo del que él mismo había dicho que trajo "la paz con honor". Durante el tiempo que ocupó el cargo, también murieron más de seiscientos mil combatientes vietnamitas y un indeterminado número de civiles. No hay cifras fiables sobre el número de muertos en Camboya y Laos.
Decenas de miles de vietnamitas más murieron en el escaso tiempo que transcurrió hasta que Vietnam del Sur se vino abajo definitivamente, menos de un año después de la dimisión de Nixon. El derrocado presidente de Vietnam del Sur, Nguyen Van Thieu, no asistió al funeral.
Nuevas investigaciones refuerzan la sospecha de que, en 1968, la víspera de las elecciones que le llevaron a la Casa Blanca, Nixon manipuló la guerra de Vietnam en beneficio propio con fines políticos. ¿Acaso temió que las inminentes negociaciones de paz reportaran votos vitales a su oponente demócrata y pidió de forma encubierta a Thieu que boicoteara el diálogo? La destacada republicana Anna Chennault, que se entrevistó en secreto con Nixon y actuó como intermediaria con Vietnam del Sur, asegura que así fue. Esta mujer llegó a despreciar a Nixon y no asistió al funeral.
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