Carta a los reyes republicanos
Una vez le dije a Juan Carlos que lo mío no se curaba. Una puede entender muchas coyunturas, asumir contingencias antipáticas y hasta tragarse algunos sapos de la transición, pero no es fácil que lo blanco se convierta en negro, especialmente si se trata de convicciones. Mi convicción es republicana. Lo es hasta la médula. Es decir, lo es de fondo, convencida como estoy de que la monarquía no tiene ningun sentido histórico ni, tampoco, ninguna ventaja democrática. Pero como la intención del artículo es otra, y este largo introito sólo tiene como justificación explicar que los únicos reyes que me creo son los Reyes Magos, voy al sentido del título y a su motivo. Ésta es una carta a los reyes. No a los borbónicos, por motivos evidentes, pero tampoco a los de Oriente, aún lejanos en su largo viaje de sueños infantiles. Ésta es una carta a los reyes republicanos que ayer iniciaron su carrerón electoral, a codazos de minuto televisivo, limpios y repeinados, estrenando su mejor sonrisa y su más azorada promesa, gigantes de la noche de la política, líderes de cada opción que tiene opción, ellos, nuestros presidenciables. Ésta es una carta de esperanza.
Dicen que empezamos una nueva etapa histórica. Espero que así sea. Y lo espero porque, a diferencia de muchos, yo no creo que las etapas históricas acaben cuando acaba la biografía de un líder longevo, sino cuando acaba la cultura que ha creado y la sociedad misma que ha consolidado. Cataluña no iniciará un nuevo capítulo de la historia porque Jordi Pujol, finalmente, haya entregado las llaves de la masía al heredero; lo iniciará si el presente que está a punto de conquistar como pueblo, construye un futuro diferente. Como no estoy segura de ello, y como soy de naturaleza desconfiada, escribo, pues, estas peticiones amparándome en mi condición de ciudadana. Primera petición: pido el fin de la Cataluña maniquea, fin que sería, él mismo, un cambio radical de etapa. Pido, pues, que se acaben los buenos y los malos catalanes, los oficiales y los parias, los integrados y los exiliados, y que nunca más, en ese país de fracturas, oigamos esa condena bíblica que durante años ha actuado como una plaga: "No és un dels nostres". La casualidad -perversa- me lleva a escribir este artículo justo en estos días de luto por Joan Perucho, el hombre magia, el hombre vámpiro, el hombre hada, nuestro escritor de sueños y mundos imaginarios, sus Històries naturals llenas de sobrenaturalidad... ¿No fue Joan Perucho uno de los exiliados? Exilios interiores que han decapitado energías, han creado soledades ingratas y, sobre todo, han debilitado el pensamiento crítico social. Exilios que han dicho mucho de nuestra miseria colectiva.
En la misma línea, pido el fin del oasis catalán, indecente metáfora política que, más que una metáfora, ha sido un gran proceso de desertización civil. ¿Somos conscientes de la pérdida de musculatura intelectual que hemos padecido en los últimos años? ¿Lo somos de la desaparición del debate inteligente, del sentido crítico, de la capacidad de reacción? El oasis catalán ha sido, en realidad, una gran tragadera que ha engullido escándalos sonoros, sonoras irregularidades y un lento pero serio proceso de autarquía política. Por ello, la tercera petición tiene que ver con lo mismo: pido una política que no compre intelectuales, que no secuestre a la sociedad civil, que no desmonte los organismos críticos, que no tema a una nación de ciudadanos, y que, por ello, no trabaje para crear una nación de devotos. De ahí surge la cuarta petición: me pido una nación ciudadana que sustituya a la nación religión, entendida la realidad como un entramado de necesidades y heterodoxias humanas, y no como un dogma de fe sobrecargado de esencias. Por ello mismo, me pido un líder que sea colega y conciudadano y me pido que no volvamos a tener ningun mesías, ningun gurú que nos quiera salvar a nosotros mismos de nosotros. Más y más, abusiva como todo niño con su carta a los Reyes, también pido una Cataluña de diálogo y no una Cataluña de confrontación, y deseo que volvamos al liderazgo del debate español, a la capacidad histórica de hablar alto y ser escuchados, que volvamos a ser capaces de encontrar los puentes de diálogo, de esquivar los obuses del nacionalismo español más irredento, de no caer, buscar o provocar todas las provocaciones. Y ello, porque me pido un catalanismo que parta de Cataluña para resolver los problemas de su gente, y no que use y abuse de Cataluña para resolver los problemas privados.
En la enésima petición, me pido una política que no disgregue sino que congregue, capaz de sumar energías y territorios, y que no divida a sus ciudadanos en función de sus fidelidades o sus orígenes, ni divida a sus territorios en función de sus militancias. ¿Me puedo pedir una política que no decapite al país, decapitando su capital? ¿Me puedo pedir una política nacional que no sea antibarcelonesa? Y, puestos a pedir, me pido unos líderes que no sean prefabricados, que tengan capacidad de riesgo y de error, sobrecargados de ideas, de proyectos, tan reales que nunca parezcan abogados de oficio. Finalmente, me pido menos retórica sobre Cataluña y más política catalana, una política que no eche al garete toda la tradición pedagógica histórica, que no contamine aún más nuestro subsuelo, que no aumente las diferencias sociales, que no nos invente fantasmas allí donde hay dificultades immigratorias. En definitiva, me pido más política y menos retórica, más ciudadanos y menos catecismos, más futuro y menos pasado. Es decir, me pido un cambio histórico para esta dolida nación, tan milenaria ella, que ha vivido, durante dos décadas, casi a remolque del milenio. No pido, pues, demasiado, mis queridos. Sólo pido ilusión.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.