Mi nombre es Camba
El 8 de octubre de 1913, el diario Abc publica un artículo titulado: Mi nombre es Camba. Es el primero que Julio Camba (Villanueva de Arosa, 1884-Madrid, 1962) publicará en el diario de los Luca de Tena. Es soberbio. No sólo porque su arquitectura sea perfecta, su estilo impecable y su originalidad evidente. Es que se trata del muy soberbio grito con que el joven Camba -29 años- se presenta, después de años en la prensa golfa, en el salón más noble de la época. No ha necesitado chambelanes ni voceros. Mi nombre es Camba. En la última línea pide a sus lectores que no le tomen completamente en serio "ni completamente en serio ni completamente en broma", así lo zanja.
El artículo es uno de los ejemplos de la gran escritura de Camba, "el logos, la más pura y elegante inteligencia de España", según dijera el siempre avaro Ortega. Y vertebra de alguna manera simbólica la antología de artículos que Pedro Ignacio López acaba de preparar para la bella colección Austral Summa, de Espasa. Doscientos ochenta artículos, inéditos en libro la abrumadora mayoría de ellos, que permiten proseguir con el descubrimiento, ya facilitado por la propia Austral desde hace décadas, de uno de los escritores más asombrosos de la literatura española. Tan asombroso que no parece español, y a veces, y no es en las ocasiones menos sublimes, ni escritor: demasiada sintaxis para una cosa y para la otra.
PÁGINAS ESCOGIDAS
Julio Camba
Espasa Calpe. Madrid, 2003
720 páginas. 30 euros
Entre los más de cuatro mil artículos que se calcula que escribió, el antólogo ha elegido estos doscientos y pico. Ha buscado los mejores, aunque con algún pie forzado. El más evidente, la necesidad de no reincidir en lo que ya se publicó en volumen. Luego, obviamente, el pie forzado de su gusto. López considera que entre 1907 y 1914 se produjo el mejor Camba. No le faltan razones para sostenerlo. Cumplidos los 23 años, Camba ha dejado atrás la doxa anarquista que vertebró su vida desde la infancia. Y está a punto de convertirse en algo mucho más seductor: en ese anarkoaristócrata, como lo bautizara el periodista Cristóbal de Castro, en 1907, en las páginas de España Nueva. Pero al mismo tiempo está aún muy lejos de ser aquel caballero ya muy macerado -refrito, sería mejor decir, contando lo que entonces daba a las prensas- sin señor ni Corte ni posibles, que dormitaba después de la última guerra civil en los salones de un hotel de Madrid. Aquel caballero, es decir, "el solitario del Palace" como Ruano lo nombró, fácil, pero eficazmente.
Estas circunstancias añadi-
das a una madurez insultante y a un sentido de la lengua, inverosímil en un muchacho de 20 años, hace que esta colección de artículos se establezca derechamente como parte del mejor Camba conocido. Es indudable que entre las crónicas norteamericanas de los años veinte -que nutrieron La ciudad automática, uno de sus mejores libros, plagiado por Josep Pla, apreciado por Dalí y Lorca, y uno de los grandes libros sobre Nueva York- el antólogo podría haber encontrado metales preciosos. Y es seguro que durante los años treinta, Camba escribió artículos graves y severos -aún duelen- no recogidos en su tristísimo Haciendo de República. Y que tal vez ésta habría sido una ocasión excelente para publicar sus artículos de guerra en el Abc sevillano y demostrar que ni siquiera ahí, bajo esa fanfarria atronadora, Camba perdía su voz. Pero todas estas posibilidades no son objeciones ni reproches a la antología: es que el cuerpo pide "¡más Camba!" y carga enfebrecido contra lo primero que se pone por delante.
La antología, por lo demás, permite alguna operación crítica de mucho interés. Es fascinante comprobar, casi día a día, cómo el escritor va haciéndose con un estilo poderoso y va limitando implacablemente la geometría de sus ideas. Consuela comprobar la relativa imperfección de sus artículos en España Nueva; encarar la novedad de que sus ideas se repitan en el texto, y aún peor, disfrazadas con diversos ropajes retóricos; consuela ver, en fin, cómo el joven Camba acude al artificio de acabar el artículo en cola de pez -la expresión es planiana-, es decir, atando principio y final, para soslayar el horror vacui. La antología permite, desde luego, asistir a los inicios de su despliegue como el legendario corresponsal que fue: de paisajes más que de noticias. Y en la antología están sus primeros artículos desde Constantinopla -incluido el prodigioso del baño turco donde Camba se desprende de la roña del cristianismo- y sus series desde París, Londres y Berlín.
Sobre estos últimos textos
viajeros conviene decir algo: casi nunca su tema es Francia, Reino Unido o Alemania y sus respectivos ciudadanos. El único tema real y perenne de estos artículos es España y los españoles. La disección a la que Camba somete al español de su tiempo, sea respecto a la política o la higiene (uno y lo mismo), es fría y profunda. El paso de los años sólo ha hecho que hacer emerger, como desde el fondo de un tanque de revelado, esta verdad esencial de su literatura. Sus ironías, por leve ejemplo, sobre el poder de seducción galante de los españoles son despiadadas y van, como es habitual en él, mucho más allá del caso al que aluden. En El piropo y la primavera, contando la llegada de un español a París, del español sicalíptico y de lujuria meramente verbal, escribe: "En París, el órgano no se ha entretenido en crear palabras, porque se va directamente a los hechos (...) Cuando el español llega al hotel y ve que ante cada habitación hay dos pares de botas, uno de hombre y otro de mujer, se mete en su cuarto tristemente y comienza a pensar que eso de la sicalipsis es muy poca cosa". O cuando contando desde Berlín cómo las férreas leyes alemanas multaron a un cadáver estrellado en la carretera, se admira al comparar el hecho con las prácticas de la España caciquil: "¡Qué diferencia entre esto y lo que ocurre en España! En España no se le reconoce personalidad legal a los muertos más que para votar".
Por si no bastara, en este libro tan inteligente, tan libre y tan simpático, un artículo da la clave final del porqué Julio Camba, después de tantos años, continúa siendo una espléndida rareza. Habla ahora de Mr. Forest, el inventor del motor de explosión. Y escribe: "Yo me he entretenido muchas veces en coger una máquina cualquiera y en averiguar por mí mismo su funcionamiento. Si tengo alguna independencia de espíritu se la debo, quizá, al hábito de jugar con los rompecabezas mecánicos, en cuyo ejercicio se habitúa uno a investigar la verdad directamente y en el que la inteligencia se desarrolla libre de toda clase de prejuicios". En efecto. Así escribía sus artículos y eso es lo que hacía con la vida.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.