Una segunda modernización
La clave de la segunda fase de la modernización de España está en la educación, la investigación y la cultura, y esta última en sus dos formas, la cultura de la creatividad y la cultura de la vida cotidiana. Si queremos pensar en España como en un edificio, éstos son sus cimientos. Y hay que comenzar por reconocer que, al cabo de un cuarto de siglo de democracia y desarrollo, estos cimientos no han sido puestos, y ni siquiera estamos en el camino de ponerlos.
Un balance ponderado de la situación debe tener en cuenta las luces y las sombras, y en diversos lugares he tratado de hacer justicia a unas y otras. Pero, dado que la tendencia general es a no escuchar, no entender y rechazar la crítica en la materia, me permitirá el lector que insista en ella, siguiendo el sabio consejo castellano de que "si no quieres chocolate, toma dos tazas". No es probable con ello que quien ofrezca la taza recoja gratitud, pero es posible que quien la reciba se moje los labios y se le quede un sabor agridulce que le haga interrogarse.
Es cierto que el porcentaje de las publicaciones científicas españolas en el mundo se va incrementando, lo que es loable. Pero son extremadamente pocos los campos en los que lo que aquí se hace marca el rumbo de la investigación fuera. Quizá falta la ambición, el ambiente o la masa crítica para ello. Durante veinte años hemos gastado menos de la mitad de lo que gastan otros países europeos (por no hablar de Estados Unidos) en investigación y desarrollo (y las diferencias han sido aún mayores en el pasado), y, aunque ni todo ni lo principal en la investigación es asunto de dinero, la escasez de éste es sintomática de la debilidad del impulso de las personas y de las instituciones. Aumenta el número de patentes registradas en el país, pero no mejora la tasa de difusión de nuestras patentes en el mundo, que es muy baja, ni la tasa de nuestra dependencia de las patentes extranjeras, que es altísima, ni la balanza comercial tecnológica, que no ha hecho sino deteriorarse, y sigue haciéndolo.
Tenemos, ciertamente, muchas universidades, muchos alumnos y muchos profesores. Pero no tenemos una sola institución que sea una universidad de investigación lejanamente comparable con una sola gran universidad norteamericana; y es un síntoma del estado de las cosas que entre las universidades de Harvard y de Yale (con menos de 30.000 alumnos) reúnan más libros en sus bibliotecas que todas las universidades españolas juntas (con un millón y medio de estudiantes). Las tasas de abandonos y de retrasos en los estudios son altas. Las pautas de reclutamiento de los profesores, establecidas a lo largo de cuarenta años, nos han dado el resultado de unos concursos preparados a la medida del candidato local en la inmensa mayoría de los casos. El intento reciente de alterar estos procedimientos ha suscitado una reacción unánime de las universidades y los docentes, que, de consuno, han convocado todas las pruebas imaginables con el solo objeto de deshacer el efecto de la nueva ley y copar los nombramientos de los próximos años. Con las excepciones de rigor, siempre merecedoras de alabanza, lo que el paisaje ofrece es un horizonte de mediocridad perpetua, que los políticos temen alterar y la sociedad afecta ignorar.
Sobre la cultura creativa de estos años me permitirá el lector que pase cerca de ella sin apenas tocarla. En todo caso no es asunto de gobierno, ni bueno ni malo. Es asunto de individuos capaces, que surgen siempre, un poco misteriosamente, al margen de los circuitos oficiales. Ya es un mal indicio que el Gobierno intervenga, porque lo que suele hacer es tándem con la industria de la cultura para repartir mercedes. Salvados momentos de lucidez, rara vez los gobernantes entienden que lo mejor es remediar abusos de un bando u otro para impedir que se consoliden estructuras de corte y monopolio, y limpiar el paisaje para que se desarrolle, en un clima de fronteras abiertas y libre competencia, la iniciativa local.
Pero todo esto es casi como predicar en el desierto. Lo que suele ocurrir es que entre poderosos ande el juego, unos utilicen la cultura para mejorar su imagen y otros para sus negocios. En el fondo, la cultura para unos y otros es entretenimiento. No es de extrañar que ello provoque resentimiento en el personal, y que, llegado el momento, éste muerda la mano que le da el sustento. Ni con la dádiva ni con la loa cotidiana, ésa que repite con su estruendo habitual el "mundo de la cultura", las gentes creativas tienen bastante. Más bien las desmoralizan. Lo que necesitan es estimarse a sí mismas y, de alguna forma, enlazar con un público que a su vez puedan estimar.
Pero tampoco es fácil encontrar un público de esas características en una sociedad donde las gentes se cultivan poco y, para empezar, leen poco, por no decir muy poco. La lectura es una comunicación en la soledad; y las gentes del país parecen preferir el ruido en compañía. Algunos están ahora indignadísimos con lo que llaman la televisión basura como si ésta acabara de nacer hoy, siendo así que no es sino la culminación (por el momento) de una larga tradición de hablar por hablar, divagar sin rumbo, quitarse la palabra, gritar, entrometerse en la vida de los demás con malicia, fabricar insidias y acabar despeñándose por los abismos de la garrulería, la grosería y la insensatez en medio de unas risas. Nada que sea excepcional ni reciente. Lo que tenemos hoy refleja simplemente a qué nivel de calidad, bajísimo, ha llegado la cultura cotidiana al cabo de estos últimos veinticinco años de democracia y desarrollo, prolongando a su modo, ahora con la ayuda de novísimas tecnologías, una tradición anterior.
La cultura cotidiana es la consecuencia de muchos factores, pero también el terreno sobre el que se asienta todo lo demás. De ella surgen las vocaciones universitarias, la curiosidad y la perseverancia en las pesquisas científicas, los impulsos creativos y las formas del lenguaje en las que todo eso se expresa. De ella se nutre el debate público. Es impensable que este país llegue a tener la influencia en el mundo que algunos sueñan si el nivel de ese debate es muy bajo, y se compone de lugares comunes, discursos carentes de argumento, pequeñas astucias, intereses a corto y un confuso sentimentalismo, todo lo cual propicia un vuelo rasante. En estas condiciones, las victorias políticas de quienes aspiran a elevar al país hacia un orden de libertad responsable son victorias pírricas, costosísimas y precarias, que dependen en buena parte del azar de que el adversario contribuya poderosamente a su propia derrota; y, aunque esto a veces ocurre, es temerario esperar que ocurra siempre. Tampoco es deseable, porque, al menos para largas distancias, los países, como los humanos, caminan mejor con dos piernas que con una.
Así que tenemos, por así decirlo, un problema. Sería de desear, ciertamente, que los líderes políticos, rompiendo la costra de rutinas, adulaciones, insidias y otros ruidos que les rodean, vieran estas cosas con ojos un poco nuevos. Pero, lo hagan o no, el problema no es suyo, sino nuestro. Es de los ciudadanos de a pie de este país, que, de la misma manera que hemos hecho, y hacemos todos los días, la democracia y el desarrollo de los que nos ufanamos (con razón), hacemos también la educación, la investigación, la cultura creativa y la cultura cotidiana, de las que tenemos muchas menos razones para sentirnos orgullosos.
Víctor Pérez-Díaz es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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