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Hacerse estadounidenses para seguir siendo europeos

Si el objetivo de los atentados del 11-S era dividir a Occidente, no cabe duda de que lo han conseguido. Las relaciones transatlánticas, marcadas por una permanente conflictividad y demasiado a menudo convertidas en una alianza dominada por la desconfianza, han caído en una profunda crisis que plantea la cuestión de si realmente Estados Unidos y Europa configuran todavía una comunidad de intereses. No cabe duda de que la falsificación de las "pruebas" con las que Estados Unidos empujó a la guerra de Irak y engañó a la opinión pública mundial no es peccata minuta, y uno no puede por menos de asombrarse de la desenvoltura con que muchos viejos y nuevos amigos de Estados Unidos hacen la vista gorda al respecto. Pero, en lugar de andar recapitulando la historia contemporánea más reciente y tratar de grabarla indeleblemente en la memoria post festum, habría que hacer frente a los gravísimos problemas que se abaten sobre el presente rebatiendo a Donald Rumsfeld, que no hace otra cosa que criticar denodadamente a la vieja y en apariencia impotente Europa. Ahora bien, para ello Europa debería decidirse a actuar por fin de manera conjunta e independiente. Éste es el objetivo que alienta la constitución y la reestructuración de la Unión Europea, pero estas ambiciones también han de afirmarse en el ámbito de la política mundial. El sentimiento de comunidad extraído de las profundidades de la historia no deja de ser una mera construcción académica mientras no desemboque en actuaciones conjuntas.

La guerra de Irak ha escindido a Europa y, una vez concluida, no parece que este abismo vaya a cerrarse a corto plazo. A diferencia de Estados Unidos, la Unión Europea no dispone ni de la diplomacia propia de una potencia mundial con ambiciones ni de los think tanks que dicha diplomacia requiere. Por no haber, no hay ni siquiera un debate de alcance europeo. Así lo demuestran las torpes reacciones ante la definición enérgica de los temas relevantes por parte del poder hegemónico. Ni en Oriente Próximo y Medio, ni tampoco en África, por no hablar del este de Asia, se toma en serio a las potencias europeas, ya sea de manera aislada o como colectivo; aún sigue faltando ese número de teléfono común que Henry Kissinger echaba de menos hace ya décadas. La vieja Europa ocupa tan sólo una posición marginal dentro del pensamiento geoestratégico de los estadounidenses, y esto es así con independencia de su actitud "renuente" antes y durante el desarrollo de la guerra de Irak. En el pasado, su función consistió en brindar protección a la superpotencia durante la guerra fría. Mission accomplished: hoy en día, Estados Unidos ha dejado de ser una "potencia europea", como todavía podía permitirse afirmar en 1995 Richard Holbrooke, embajador de la ONU y mediador en los Balcanes del presidente Bill Clinton.

En consecuencia, el primer paso para afrontar como es debido el presente consiste en llevar a cabo una evaluación realista de la situación y en elaborar un plan de política exterior con sentido de las proporciones que armonice la responsabilidad moral con la capacidad de actuación. La intervención en Kosovo, que hubo que pelear frente a la opinión pública alemana, se justificó a partir de un planteamiento hipermoral que se retrotrae a la hipoteca del pasado nacionalsocialista: si los alemanes habían estado durante mucho tiempo en contra de cualquier intervención militar "a causa de Auschwitz" (y esta reserva merece todos los respetos), al final, en 1999 aprobaron una intervención de este tipo invocando de nuevo a "Auschwitz". Los asesinatos que desde el año 1992 se sucedían incesantemente en los Balcanes se recalcaron hasta dotarlos de dimensiones apocalípticas, pero, en el fondo, de lo que se trataba era de ganar la lucha retórica en el frente patrio. También era posible detectar algo similar en los sermones bélicos de Tony Blair en su lucha por lograr legitimar la intervención británica en Irak, al tiempo que se avivaba en la memoria de muchos ciudadanos de la Europa del Este el recuerdo de la política de appeasement

practicada por Europa occidental en el año 1938, siempre y cuando no se tratara de reescenificar a posteriori su liberación del año 1989 a orillas del Tigris y el Éufrates. Este desgarramiento ebrio de historia y profundamente moral resultó fatal: Europa no puede mantenerse al margen de todos los conflictos, pero tampoco debe implicarse hasta perderse en detalles accesorios porque su identidad colectiva se define esencialmente a través del modo en que obra y es percibida en el mundo.

Muchos elementos integrantes de la política exterior europea siguen sin ultimar y están movidos por los hilos de las necesidades estadounidenses. Esto es así por lo que respecta a la reconstrucción de Irak, a la extraña repartición de tareas en Afganistán y a la de creación de una fuerza de paz internacional en Oriente Próximo. Esta indecisión se debe también a que no son pocos los que piensan que Europa ya tiene bastante con afrontar una demografía patas arriba y la incesante acumulación de problemas que acarrea la transformación del Estado social como para ponerse a hacer de policía mundial. Pero el compromiso internacional ha terminado siendo ineludible y, en principio, Europa está capacitada para cumplir con ese cometido, puesto que se ha dotado de unas estructuras de gobierno supranacionales y de planteamientos que fundamentan una política común en materia de asuntos exteriores y de seguridad.

Muchos de los conflictos mundiales que han estado congelados hasta el año 1989 se inflaman ahora de manera espectacular. En esta situación, sería un completo error pretender un neoaislacionismo por parte de Europa. Ahora bien, los escasos recursos disponibles se deben movilizar para poner en marcha iniciativas políticas que permitan hacer realidad las ideas e intereses de la mejor manera posible. La UE no puede rearmarse como cree que puede hacerlo Estados Unidos, a pesar de que con su peligroso hiperendeudamiento amenaza la estabilidad de la economía mundial. Europa sólo puede permitirse un aumento significativo de los gastos de armamento y de aquellos derivados de las intervenciones militares en el extranjero a costa de sacrificar los últimos restos del talante social del Estado, elemento éste que constituye una parte importante de su identidad y que es de esperar que en el futuro siga diferenciando a Europa de Estados Unidos. En definitiva, Europa debe destacar frente a Estados Unidos tanto por su manera de concebir la intervención en política mundial como por el modo de ponerla en práctica. Aunque sólo sea por respeto al derecho internacional, que no debe convertirse en una reminiscencia histórica ni debe achantarse frente a la "ley del más fuerte", la Unión Europea no puede sumarse a ninguna estrategia preventiva que desemboque en una serie de guerras de desarme. Pero, al mismo tiempo, tampoco puede aferrarse dogmáticamente a los mecanismos de pacificación y de prevención multilateral de conflictos que ya resultaban problemáticos desde antes de la guerra de Irak; los cascos azules de la ONU han fracasado lamentablemente tanto en los Balcanescomo en África, y lo que está llevando a cabo el Comité de Derechos Humanos de dicha organización mundial (¡bajo la presidencia de Libia!) no es más que una triste farsa. Apostar por semejantes caricaturas del multilateralismo y esperar el enigmático renacimiento de un mundo multipolar no significa otra cosa que rubricar la propia "irrelevancia". El nuevo multilateralismo debería dedicarse más bien a resolver los apremiantes problemas transfronterizos de la pobreza, la protección del medio ambiente y el comercio mundial justo; allí donde EE UU oponga resistencia habrá que esgrimir no sólo principios morales, sino también poder, y para ello es preciso movilizar aliados potentes en el ámbito sur de la sociedad mundial.

Hay un asunto en el que es indudable que Europa no debe apartarse de EE UU: resulta imprescindible lograr la democratización, sobre todo del mundo arábigo-islámico. Los políticos y los intelectuales estadounidenses tienen toda la razón del mundo al considerar las dictaduras como las principales fuentes del terrorismo y a los propios pueblos del Tercer Mundo como los mayores perjudicados. Por tanto, la intervención europea no puede restringirse únicamente al continente africano y ha de mantener su compromiso con aquellos objetivos y valores universalistas de los que se sirve ahora EE UU de forma unilateral.

Una vez derrocado Sadam Husein en Irak, la Administración de Bush puso inmediatamente en el punto de mira a los Estados vecinos de Siria e Irán. Sus líderes también estaban bajo sospecha de desarrollar armas de destrucción masiva, también tenían fama de promover el terrorismo y también son dictadores; es decir, estos países reúnen todos los motivos aducidos para justificar la intervención militar en Irak. Cualquiera que no tratase de congraciarse de forma oportunista con Estados Unidos o de oponerse de forma puramente retórica, como ocurre a menudo en el debate entre intelectuales europeos, tenía que terminar planteándose la cuestión de cómo hay que tratar a semejantes déspotas al margen de la presión ejercida por Washington: ¿hay que seguir dejándoles actuar con plena libertad, acelerar el cambio con instrumentos pacíficos, es decir, con ideas y con dinero, o es mejor ir preparando un escenario de amenaza militar?

En el caso de Irán, los estadounidenses tomaron rápidamente la iniciativa. El asesor de Seguridad Richard Perle, que en Alemania goza de bastante mala fama, exigió un cambio de rumbo drástico, sobre todo de la política exterior alemana, que se había caracterizado siempre por defender el "diálogo crítico" con Irán: frente al embargo estadounidense, nosotros seguimos manteniendo contactos económicos y un diálogo cultural para, a través de esta vía "suave", robustecer las fuerzas que podrían sacar adelante la liberalización de Irán. El resultado fue que tuvimos que tragar unos cuantos sapos e incluso los partidarios declarados del diálogo no ocultaron su decepción ante el fracaso del proceso de reforma que esperaban llevase a cabo el erudito presidente Jatamí.

La diplomacia europea del diálogo no resultó, ni mucho menos, inútil, pero en el año 2003 cesó definitivamente de dar fruto. ¿Tocaba cambiar de rumbo? Los estadounidenses llevaban ya mucho tiempo asignando a Teherán un puesto en el eje del mal y su tono se hizo aún más enérgico cuando todos los indicios apuntaron a que Al Qaeda actuaba desde Irán y Teherán evitó los controles de la Oficina Internacional de Energía Atómica. Por supuesto, el Gobierno iraní desmintió que estuviera desarrollando armamento nuclear, pero a nivel confidencial incluso los reformadores calificaban la ambición nuclear desmentida oficialmente de estrategia de legítima defensa, alegando que el ejemplo de Corea del Norte revela hasta qué punto resulta efectiva la intimidación nuclear. Si bien es cierto que el presidente Jatamí exigió la eliminación del armamento nuclear en toda la región, con la vista puesta en Israel, los halcones de Washington decidieron, sin embargo, apretarle las tuercas y apostaron sin rodeos por el cambio de régimen. Para llevar a cabo su objetivo, EE UU recurrió al empleo de ciertos instrumentos que Europa no utiliza con tanta rotundidad a pesar de contar también con ellos: un sistema de telecomunicaciones a través de todo tipo de canales para el que no existen fronteras. Gracias a él consiguió llegar hasta la juventud iraní, y las masas de la población, sumidas en la desesperación ante la desoladora situación económica y el quehacer de los guardianes de la revolución. De este modo se difundieron los informes salidos de las plumas de las fábricas de pensamiento liberal y conservador, sin olvidar tampoco el propio exilio iraní, que llamaba al derrocamiento de los mulás desde California. Este paquete de medidas tenía como objetivo acelerar un cambio de régimen que cada vez se pedía con más fuerza desde las calles de las ciudades iraníes.

Uno tiene todo el derecho del mundo a dudar de que éste sea el camino correcto: incluso algunos observadores en el exilio críticos con el régimen señalaron también que una intervención puramente militar dirigida desde el exterior haría retroceder años el proceso de democratización y sólo redundaría en beneficio de los sectores reaccionarios. La oposición en Irán hizo advertencias similares; incluso los estadounidenses que abogaban por la moderación remarcaron las diferencias existentes con respecto a Irak y el hecho de que allí el proceso de liberación hubo de afrontar grandes dificultades. Algunas de las objeciones esgrimidas ya habían salido a relucir anteriormente con motivo de la guerra en Irak; unas resultaron exageradas, pero otras podrían terminar revelándose como amargas verdades.

Al igual que EE UU, Europa constituye un proyecto transnacional. No dispone de una "cultura guía" fija que alimente un sentimiento de comunidad y no puede definirse de manera inequívoca siguiendo criterios geográficos ni religiosos. En otras palabras, siempre ha sido una "idea excéntrica", en el sentido de que lo europeo está presente y vivo en todo el mundo. A lo largo del siglo XX, Europa se ha robado a sí misma esta fuerza ejemplar al tiempo que Estados Unidos ascendía a la categoría de indiscutible potencia líder. Esta situación permite concluir la siguiente paradoja: Europa tendría que hacerse en cierto sentido más estadounidense para, en otro sentido, poder seguir siendo europea y hacer acopio de la fuerza que le permita entablar un debate con la única superpotencia existente en este momento. No se trata de crear un Departamento de Estado en Berlín, ni un Pentágono en Bruselas, y tampoco tenemos que ofrecernos a EE UU en calidad de socio menor. Si se quiere extraer una enseñanza radical de la experiencia que ha supuesto la guerra de Irak no hay que limitarse a proscribir únicamente la vulneración del derecho internacional y de las buenas costumbres propias de la cooperación global por parte de EE UU, sino que también hay que criticar a Europa por no haber sido capaz de ofrecer nada más al mundo, sumida en sus divisiones entre pequeños Estados y embotada por su pusilanimidad. Pero la precariedad de la vieja Europa en materia de política de poder justifica muy poco la prepotencia imperial de EE UU, como parecen apuntar también algunos comentarios procedentes de Europa del Este.

Muchos políticos e intelectuales compensan su impotencia a base de lanzar a EE UU reprimendas cargadas de autosuficiencia y a menudo entreveradas de un antiamericanismo estéril que no censura lo que la Administración estadounidense hace en concreto, sino que injuria al yanqui por lo que supuestamente es. El reverso es un americanismo no menos estéril. Las críticas europeas nunca serán lo suficientemente categóricas en lo que respecta a los contenidos de la política estadounidense. Tampoco habría que seguir teniendo miedo a inmiscuirse en los "asuntos internos" de Washington, puesto que EE UU lleva ya mucho tiempo instituyendo de facto "derecho mundial" a todos los niveles. Ahora bien, por lo que respecta a la forma, básicamente en todo lo tocante a la vinculación entre diferencia cultural y patriotismo político, Europa debería hacerse más estadounidense y, a pesar de todas las diferencias locales y regionales, ser capaz de hablar con una sola voz cuando se trata de cuestiones decisivas.

Claus Leggewie es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Giesen (Alemania) y autor de La globalización y sus enemigos. Traducción de News Clips.

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