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Columna
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Los indiferentes

Rafael Argullol

Las sombras son también protagonistas: en el vídeo que ha reproducido el crimen del Maremàgnum rodean al asesinado Wilson Pacheco y a los que le propinan la paliza antes de echarle al mar. Tenemos detalles acerca de la personalidad de la víctima y de sus agresores, pero nada sabemos de los que, como sombras ahora huidizas, asistieron a los hechos desde una cercanía casi íntima. ¿Quiénes son esos individuos que, a juzgar por la película que se ha difundido, permanecieron completamente indiferentes ante lo que estaba sucediendo y continuaron, sin prisas, su camino por los muelles?

La comprobada cercanía de tales testigos ha acabado de poner el dedo en la llaga no porque se desconociera la herida, sino porque hasta la difusión del vídeo aquélla podía disimularse bajo el oportuno manto de la oscuridad. Era más fácil imaginarse la escena de cuatro matones golpeando hasta la agonía a un desgraciado borracho que asistir a otra en que inocentes ciudadanos muestran absoluta indiferencia ante el crimen.

Incluso el mar se ha hecho más acusador. Que Pacheco hubiera sido "arrojado al mar" tenía la tranquilizadora connotación -aun para los barceloneses que conocen perfectamente su puerto- del delito cometido por especialistas que las películas nos han mostrado hasta la saciedad: un lugar oscuro, un muelle vacío, un ajuste de cuentas ajeno al ritmo bienpensante de la ciudad. Sin embargo, las imágenes de la película emitida durante el juicio no sólo niegan esta perspectiva, sino que se aferran a aquella contraria que, como todos sabíamos desde el principio, era la única posible: un lugar iluminado, un muelle repleto, despreocupadamente público. Wilson Pacheco fue arrojado al mar, pero a un mar domado por nuestro asfalto y tan familiar como las calles de la ciudad. Lejos de ahogarse en una profundidad abismal se ahogó en una de nuestras aceras.

Esto da mayor relieve a las sombras puesto que las que se divisan en el vídeo se encarnan inquietantemente en nuestra cotidianidad. No hay, con toda probabilidad, gran diferencia entre los indiferentes testimonios del crimen del Maremàgnum y muchos de sus contemporáneos. Es posible que el hecho de que Pacheco fuera ecuatoriano -"no vale la pena tirarse al agua por un sudaca", dijo uno de los agresores- contribuyera a aquella actitud por parte de algunos, pero en lo sustancial creo que el comportamiento hubiera sido el mismo, se tratara de quien se tratara y una vez que la víctima se había convertido en un bulto sin la menor importancia.

Hay un componente extremadamente sórdido en el supuesto hedonismo de nuestros días y, como es obvio, de nuestras noches. La Diversión, así en mayúsculas y como valor absoluto, ha dado pie a una suerte de culto, tan masivo como estupidizante, en el que todo es justificable en aras a servir al más tonto de los dioses que ha concebido la mente humana: culto, por lo demás, y como era de esperar, aprovechado hasta las últimas consecuencias por los grandes engranajes del negocio y del consumo, a los que la transformación del goce en pura mercancía está dando réditos inimaginables hace poco. En el extremo opuesto de la espontaneidad que se le supondría la Diversión, planificada de este modo hasta el último detalle, tiene mucho de totalitario y basta comprobar en cualquiera de nuestras ciudades sus efectos demoledores. Y el fomento de la indiferencia ante lo "no divertido", no sería, desde luego, el menor.

No es de descartar, tampoco, que las sombras que aparecen en el vídeo, o al menos algunas de ellas, sintieran temor. Los gestos y los movimientos captados por la cámara, figuras que continúan caminando tranquilamente y sin aparentes sobresaltos cuando los vigilantes arrastraron a Pacheco y finalmente se desprenden de él, nos informan más de indiferencia que de temor. Pero hay una franja bien determinada de la geografía humana en la que temor e indiferencia coinciden y quizá se necesitan mutuamente. Pudo pasar que los espectadores del crimen simularan indiferencia por temor y, si fue así, también actuaron de una forma bien representativa de lo que sucede en nuestras calles.

No hace falta llegar a la violencia de los vigilantes de la discoteca del Maremàgnum para percibir esa otra violencia, difusa, que atraviesa las ciudades. El matón, a diversas escalas y en los ámbitos más diversos, se ha convertido en un personaje habitual y, lo que es más desasosegador, natural. La matonización de la vida cotidiana es un estilo pero, no nos engañemos, también una ideología, aunque está agazapada en el hipotético vacío ideológico. Sus consecuencias son sensibles: la propagación del temor y, una vez éste se instala en la atmósfera, el cultivo de la indiferencia.

Debería emitirse periódicamente el vídeo del linchamiento de Wilson Pacheco, pero sin insistir en la pobre víctima, merecedora de paz, ni en los siniestros agresores, ejemplares demasiado célebres de matón. Una y otros podrían borrarse de la escena para otorgar a las sombras todo su protagonismo. Ellas son nuestra lección de futuro. Sobre aquellos indiferentes a los que aludió en una novela Alberto Moravia en 1929 -titulada precisamente así, Los indiferentes- irrumpió un monstruo devastador. ¿Qué otro monstruo espera nuestra indiferencia?

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