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Treinta años perdidos

No es frecuente que un ciudadano común tenga la oportunidad de asistir al desarrollo de la historia en primera línea. Y, sin embargo, es lo que nos sucedió, a mí y a un centenar largo de universitarios, el pasado viernes 17 en el Paraninfo de la Universitat de València con ocasión del acto de apertura del curso académico 2003-2004. La verdad es que habíamos acudido con cierta curiosidad morbosa, pues, por primera vez en muchos años, asistía el president de la Generalitat y quien más quien menos estaba interesado en oír lo que diría.

Suponíamos que el rector se quejaría -con más razón que un santo- de la escasa financiación que reciben las universidades públicas valencianas: así fue, en efecto. También suponíamos que el president le daría esperanzas, con buenas palabras y mejores vaguedades en lo relativo a plazos y a cuantía: así volvió a ser, una vez más. Cada uno estuvo en su papel y, como los toreros, se puede decir que no defraudaron. Pero esto no es particularmente interesante. En los paraninfos de todas las universidades españolas se han repetido escenas como ésta durante el mes de octubre. Lo que constituye noticia es que por primera vez en... ocho, diez, quince, veinte, treinta años, ambos representantes de la sociedad valenciana, el rector magnífic de su universidad más antigua -que además se expresaba en presencia de los otros rectores y con su asentimiento implícito- y el president de su gobierno parecieron estar en sintonía. Lo cual, por cierto, también era de esperar en una circunstancia solemne como la expuesta. Sólo que era de esperar en Santiago de Compostela, en Barcelona, en Madrid o en Sevilla. Pero no en Valencia. En Valencia lo que hemos tenido durante demasiado tiempo es hostilidad, ausencias, crispación y hasta incomprensibles rifirrafes protocolarios.

No voy a glosar lo que uno y otro dijeron: ahí queda en las hemerotecas y todavía está en la mente de todos. El reconocimiento de que la Universitat es un referente obligado de la sociedad, de la democracia y de la libertad constituye un lugar común. Mucho más me interesa destacar lo que no llegaron a decir, pero todos estábamos pensando qué podrían haber dicho si el divorcio entre ambas instituciones, la académica y la política, no hubiese durado tanto: que no se puede construir la Comunidad Valenciana sin la colaboración activa de sus universidades. Esto parece una obviedad, pero la lectura que se suele hacer de dicho aserto es meramente pragmática. Evidentemente, si las universidades de una sociedad moderna no proporcionan la formación adecuada a sus titulados, su tejido industrial quedará pronto anticuado y sus trabajadores serán rehenes de las multinacionales. Algo de esto ha pasado ya, así que sabemos de qué estamos hablando. Siempre he sospechado que la excesiva dependencia de la economía valenciana respecto del turismo y de la industria suntuaria encierra un peligro potencial elevado. ¿Qué ocurrirá cuando una prolongada crisis económica mundial haga que nadie necesite azulejos, muebles o juguetes y que nuestros hoteles se queden vacíos? Prefiero no pensarlo.

El hecho es que, hoy por hoy, nuestros centros universitarios carecen de flexibilidad a la hora de reconvertir profesores, planes de estudios e infraestructuras a una situación cambiante, lo cual significa que, si el panorama cambia, la sociedad valenciana -y no sólo sus centros universitarios- lo pasaremos realmente mal. La culpa la tienen, de un lado, los mecanismos paquidérmicos de funcionamiento interno de las universidades -¡esas comisiones interminables para acordar cualquier nimiedad!- y, de otro, el torpedeamiento a que el gobierno valenciano de turno sometió sus propuestas, tanto por activa como por pasiva, resistiéndose a invertir en I+D.

¿Se imaginan a unos grandes almacenes decidiendo que para el año entrante sólo se pueden poner a la venta tres artículos nuevos -y ni uno más- o que lo que se vendería en una ciudad no podría venderse en otra?: pues es exactamente lo que ha sucedido con las titulaciones donde, pese a haber personal de sobra -es decir, sin gasto añadido alguno-, se impidió desde la avenida de Campanar que el siglo XXI fuese en nuestro panorama educativo algo más que una fecha en el calendario.

Dejémoslo estar: parece que estas pesadillas pertenecen al pasado, aunque uno siempre tendrá la duda de si habríamos sabido salir solos de tanta incompetencia sin el auxilio inestimable de los acuerdos de Bolonia, norma de obligado cumplimiento para toda la UE. No obstante, junto a la obvia dimensión pragmática de la sintonía gobierno-universidad, hay una segunda, menos obvia, pero igualmente importante: la ideológica. No, no me malinterpreten: no estoy abogando por la comunión de gobernantes y académicos en un mismo ideario político. Eso no sólo sería casi imposible, sino seguramente desastroso y nada deseable. La Universidad, por definición, tiene que ser crítica y al poder, aunque le irrite, le viene muy bien que lo critiquen, tanto, que debería tomarse la molestia de considerar -siquiera sea en privado, por aquello de no perder la majestas- los argumentos de aquélla. A lo que me refiero cuando hablo de comunión ideológica es a que, difiriendo en la naturaleza de las medidas y en su oportunidad, sin embargo ambas instituciones deberían compartir un mismo modelo de sociedad. Cosa que, en la Comunidad Valenciana, por desgracia, no sucede. Yo no creo que todas las universidades catalanas estén encantadas con su gobierno ni las andaluzas con el suyo ni las madrileñas con el que les ha tocado en suerte. La distancia respecto al poder es natural, pero, dada la mala costumbre de los partidos políticos de fundarse su universidad cuando están en el gobierno (y hay buenos ejemplos, a la derecha y a la izquierda, entre nosotros), la unanimidad de las universidades resulta, además, imposible. Sin embargo, universidades y gobierno comparten una misma idea de lo que quieren para Cataluña, para Andalucía o para Madrid. Aquí no. En la Comunidad Valenciana, como consecuencia de la fractura social que a propósito de la lengua, pero no sólo de ella, se produjo durante los últimos años del franquismo, no existe todavía acuerdo sobre la cultura valenciana, sobre sus relaciones con otras, sobre los modelos del pasado que hay que imitar o sobre las prioridades futuras que habría que conseguir. Y así andamos unos y otros, echando mano de fichajes foráneos -caros, innecesarios y a menudo estrambóticos- porque lo de dentro nos provoca recelo, cuando no franco pavor. Es el precio que pagamos por nuestros pecados. Hora va siendo ya de hacer examen de conciencia y de enmendar un cuarto de siglo lamentable que más vale olvidar. ¿O no?

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Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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