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Crítica:LOS NUEVOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Apariciones para hacer bulto

Ya dejó dicho Juan de Mairena -no precisamente antes de ayer- que lo que hace realmente angustiosa la lectura de algunas novelas es "la anécdota boba, el detalle insignificante, el documento crudo, horror de toda elaboración imaginativa, reflexiva, estética. Ese afán de contar cosas que ni siquiera son chismes de portería...". El sol se renueva cada día; bajo su luz florecen las mismas tonterías. ¿Qué pensaría hoy aquel profesor de gimnasia, que impartía clases de retórica, de tantos nuevos narradores, ante la emulación y el apego a los chismes de portería? También dejó dicho que en la novela "son muchos los arrimadores de ladrillos, pocos los arquitectos. Corre el riesgo de deshacerse antes de construirse". Desgraciadamente, aquí se hablará de arrimadores de ladrillos.

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Tomás Álvarez (León, 1948), periodista de larga experiencia, ha sido tentado por la novela, y ha sucumbido regalando al género una obra feble, inconsútil, cuyo mayor mérito, si hay que extraer agua donde no hay, son las pinceladas turísticas, elaboradas con la prosa hiperbólica de una guía de viajes. El búcaro de azucenas quiere ser una novela con crimen enigmático en la catedral de León, y su misterio tiene el espesor de un pasatiempo dominical; quiere contar la historia de amor, en el camino de Santiago, de un viejo empresario argentino, viudo reciente, con una mujer malcasada, cuarenta años más joven, y le sale un esbozo insoportablemente cursi; quiere construir personajes determinados por su profesión -un canónigo, un detective, un periodista-, y los tópicos le brotan como hongos; y si los deja hablar, sus diálogos son de una mediocridad humillante. ¿Y qué decir de la filosofía del narrador? Un ejemplo: "El hombre no era el ser perfecto porque estaba dominado por la materia" (sic); los pájaros, en cambio, "podían remontarse a las alturas y ver el mundo en distintas dimensiones" (¡resic!).

Óscar Alonso Álvarez (Bilbao, 1967) ha ganado, con Disculpen el percance el Premio Tiflos de cuento de la ONCE, y así ha visto publicado su libro en una editorial generalmente dedicada a la crítica textual y el estudio de nuestros clásicos. Aterra pensar que este puñado de cuentos, de una autoexigencia desoladora, haya sido el mejor de los libros presentados, pero lo declara un jurado donde no falta un prestigioso cuentista y un memorable poeta y novelista. Nada hay disculpable en las páginas de Disculpen el percance, a no ser la posterior enseñanza de los errores prematuros. Pero ya tiene el autor edad suficiente para evaluar sus destrezas. Las anécdotas bobas son aquí la sustancia narrativa, y la zafiedad y la tosquedad sus categorías literarias. La hija de un matrimonio amigo, de 12 años pelados, redacta cuentos que, créanme, comparados con los de Óscar Alonso Álvarez, son portentos de ingenio y estilo; claro que, muy sensata, la niña juzga que escribe paparruchas. Un modelo de ponderación. ¿O es que el rigor es hoy un escrúpulo fantasma?

También periodista, tanto de prensa como de televisión, Elvira Daudet (no consta lugar ni año de nacimiento) se adhiere al género estrella de nuestro tiempo con Orestes murió en La Habana (Foca), un ejercicio que se equivoca de partitura al querer pasar por novela lo que es el encomio biográfico de un empresario "católico practicante, fervoroso franquista y capitalista vocacional", peculiaridades que a la autora le ponen los ojos en blanco. En la hechura de este Orestes Barroso, el lector puede poner cualquier silueta. Pero nos advierte Daudet: "Lo que interesa es su asombrosa hazaña". ¿Y en qué consiste su hazaña? Pues, a fuerza de tesón, amasar una fortuna, levantar un imperio automovilístico, codearse con Franco, tener Rolls Royce y avión particular. Todo, por supuesto, desde la más negra miseria. Y perder, no achicarse nunca, y volver a empezar. Ahora en la Cuba de Castro. Cualquier lugar es bueno para un espíritu emprendedor. Pero este fenómeno de la industria tiene, claro, su corazoncito: "Fiero en la lucha de la vida, en el hogar era un inofensivo cordero", nos dice su hagiógrafa, para resaltar su complejidad psicológica. Y sin darse cuenta de que su católico personaje no está en el hogar, sino con su jovencísima amante cubana. De confusiones de este tipo está profusamente sembrada la novela.

Federico Villalobos (León, 1966), autor de literatura juvenil, aborda en su primera novela para adultos, Crónicas carolinas un territorio inexplorado, las islas Carolinas del Pacífico, al este de Filipinas, posesión colonial que sólo sobre el papel era española; durante cuatro siglos se ignoró su existencia. Villalobos recurre al manuscrito encontrado en una biblioteca para dar cuenta de algunos episodios, a medio camino entre la crónica apócrifa y la fábula, protagonizados por personajes atrabiliarios, y ofrecer así una serie de estampas históricas, regidas por una sana irreverencia patriótica, aunque con un humor que tristemente se contagia de ramplonería y las convierte en historietas de cantina de cuartel. Y es una pena, porque el material es excelente. Recrea con precisión el sabor de época y es muy diestro en la expresión del color local, pero descuida la dimensión simbólica. De haberse tomado su tarea más en serio, hubiera podido elaborar cuentos magníficos, en la línea de aquel impetuoso y contumaz Teniente Bravo, de Juan Marsé.

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