Líos con juicio
Un caso criminal no trata del culpable ni de las víctimas, sino de policías, abogados y jueces, o así lo ve la fiscal de la última novela del abogado Scott Turow, Errores reversibles (Reversible Errors, 2002). La gente de la ley es lo que a Turow le interesa: los hilos de la trama, uno por uno y entretejiéndose con otros, personaje a personaje. Al fondo espera el asesino convicto que, en capilla, a punto de ser ejecutado, proclama su inocencia diez años después de los hechos, tres muertes a tiros en un restaurante el 4 de julio de 1991. Confesó por escrito y ante una cámara de vídeo y en el tribunal, pero ahora otro preso, con cáncer, quiere ponerse en paz con Dios y se reconoce autor de la matanza del día de la Independencia. ¿Qué interés puede tener un moribundo en burlar a la justicia?
ERRORES REVERSIBLES
Scott Turow
Traducción de María Viael
Aleph. Barcelona, 2003
493 páginas. 25 euros
El reo en capilla es un pequeño delincuente desquiciado, un imbécil con la suficiente inteligencia para mentir bien. Más interesantes son los profesionales de la ley. El tribunal es templo y teatro, extraordinaria representación basada en pasiones a vida o muerte, una especie de jaula donde reaccionan y se revelan los distintos personajes, enfrentándose, chocando entre sí en interrogatorios y contrainterrogatorios. En dos tiempos, 1991 y 2001, aparecen dos parejas fuertes: la fiscal y el policía que se ocuparon de que el criminal recibiera su castigo; el abogado del hombre que espera la ejecución y la juez que dictó sentencia. La juez acaba de salir de la cárcel por corrupta: se dormía en los juicios, se dedicaba a cazar al dragón con heroína. Así dictaba sentencias de muerte y aceptaba sobornos. Se ha redimido. Es una mujer espléndida, y el abogado se enamorará. Son dos parejas de investigadores, siguiendo la tradición de la novela criminal, y dos parejas de amantes. El método de Turow es genealógico. Desentraña la historia de cada individuo: los antepasados, la juventud, los matrimonios, las circunstancias familiares. Hay malos padres, buenos hijos, gente con enfermos a su cargo. Las creencias religiosas merecen atención: el catolicismo es terrible, lo saben la juez y el policía dos veces mal casado, como la fiscal. El abogado defensor es bueno, deprimido y reprimido, viejo antes de tiempo, feo y solo: la vida del condenado está en sus manos. La fiscal es bella y feroz: también se juega la vida, es decir, las elecciones inminentes, el cargo, su futuro, su identidad. La confesión del supuestamente verdadero asesino la reúne otra vez con el policía que llevó el caso, su amante de hace 10 años, un hombre ejemplar: juraría en falso con tal de condenar a alguien de quien cree que ha cometido tres asesinatos. Como si la maldad fuera un acto de bondad cuando se emplea para que triunfe la justicia.
El detective se lamenta: los policías usan pistola y sudan, pero los abogados juegan con palabras. La juez presidiaria, hija de policía, que trabajó para pagarse los estudios y se licenció en Harvard antes de acabar expulsada de la profesión, echa de menos las conversaciones jurídicas, su anhelo de llegar al fondo del significado de la acción humana. Turow siente un respetuoso amor por la profesión sobre la que escribe novelas policiaco-sentimentales en las que lo de menos es el crimen: lo importante es la intimidad de los héroes. Si existe una música rock para adultos, Turow es su equivalente en novela negra. El tiempo se acaba: se suspende la ejecución, se anula la suspensión, faltan semanas, días para la inyección letal. Las cosas se cuentan en dos registros verbales: "En primer lugar, follaron", escribe Turow. O, en el otro extremo: "El sol se quitaba elegantemente su disfraz rosado y empezaba a ascender con una belleza deslumbradora".
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