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Tribuna:
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La espalda y la pared

Acudí a la conferencia palestino-israelí celebrada en Jordania con un estado de ánimo escéptico. Calculaba que, como tantas veces en el pasado, a lo mejor lográbamos redactar una declaración de principios conjunta sobre la necesidad de hacer la paz, acabar con el terrorismo, poner fin a la ocupación y a la opresión, reconocer mutuamente los derechos y vivir como vecinos en dos Estados para dos pueblos. Todo eso lo hemos hecho ya muchas veces, en todo tipo de conferencias y reuniones, con acuerdos y declaraciones públicas y todo lo que uno quiera. En muchos momentos de los últimos diez años hemos estado a un paso de la paz, sólo para caer de nuevo en el abismo de la violencia y la desesperación.

Temía que los mismos puntos de disensión nos confundirían de nuevo: ¿"el derecho de retorno" o una solución al problema de los refugiados? ¿La "vuelta a las fronteras de 1967" o un mapa lógico que también tenga en cuenta el presente y no sólo la historia? ¿El reconocimiento abierto y explícito del derecho de los pueblos judío y palestino a vivir cada uno en su propio país o alguna especie de tópico confuso sobre la "coexistencia pacífica"? ¿Que los palestinos acepten renunciar de manera definitiva y absoluta a cualquier reivindicación futura o "agujeros negros" que permitan una posible renovación del conflicto y la violencia? En acuerdos anteriores, incluido el de Oslo, los dos bandos tuvieron mucho cuidado de no verse atrapados en el "núcleo radiactivo" del conflicto. Los refugiados, Jerusalén, el final del conflicto, las fronteras permanentes; todos esos campos de minas se marcaron con cintas blancas y su resolución se retrasó para un futuro mejor. Al fin y al cabo, la conferencia de Camp David se vino abajo en el preciso momento en que se pisaron esas minas.

La primera noche, los miembros de los dos grupos se reúnen para mantener una conversación inicial. Han pasado pocos días desde que asesinaron a familias y niños en el restaurante Maxim de Haifa, y unas cuantas horas desde la matanza de varios palestinos inocentes en Rafia, también con niños entre ellos. Un extraño ambiente impregna la sala. Aquí y allí alguien intenta hacer un chiste, quizá para enmascarar la mezcla de emoción, resentimiento, sospecha y buena voluntad. El coronel Shaul Arieli, ex comandante de las Fuerzas de Defensa de Israel en la Franja de Gaza, se sienta frente a Samir Rantisi, primo del dirigente de Hamás Abd al-Aziz Rantisi. El hijo del difunto Faisal Huseini, Abd al-Qader al-Huseini (llamado así en honor a su abuelo, que en mi niñez se conocía como el comandante de las bandas árabes, y que murió en 1948 en una batalla contra las fuerzas israelíes) se sienta frente al general de brigada Shlomo Brom, ex comandante adjunto de la División de Planificación Estratégica del Ejército israelí. Junto a David Kimche, antes alto cargo del Mosad [servicio secreto israelí] y director general del Ministerio de Asuntos Exteriores israelí, se sienta Fares Madura, dirigente del Tanzim, un grupo guerrillero militante palestino. Por la ventana, al otro lado del mar Muerto, vemos el pequeño conjunto de luces que marca el kibbutz Kalia, que, de acuerdo con el documento de Ginebra, debía pasar a estar bajo control palestino. También vemos la gran cúpula de luces que caracteriza Ma'aleh Adumim, el barrio residencial de Jerusalén que sigue la carretera de Jericó, el cual, de acuerdo con el mismo documento, se convertiría en parte inalienable del Estado de Israel.

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Hablamos y debatimos (en hebreo fluido) hasta pasada la medianoche con Hisham Abd al-Raziq, que ha pasado 21 años -la mitad de su vida- en prisiones israelíes. Ahora es ministro de Asuntos de Prisioneros. Probablemente también sea el único ministro gubernamental de Asuntos de Prisioneros en el mundo. Pero nuestro propio ministro-prisionero, Natan Scharansky, es, al parecer, la única persona en el mundo que lleva el título de "ministro para Asuntos de la Diáspora". Es muy probable que algún día Palestina tenga un ministro para asuntos de la diáspora en lugar de un ministro para asuntos de prisioneros. En estas reuniones hay una cierta intimidad: los israelíes y los palestinos somos enemigos, pero no desconocidos. El observador suizo de la conferencia se quedó sin duda asombrado al ver los frecuentes cambios que se han producido aquí, en los despachos y en los pasillos, entre los enfados y las palmadas en la espalda, y entre las pullas tan afiladas como esquirlas de cristal y los estallidos simultáneos de risa. (Risa nerviosa, pero liberadora, provocada por expresiones con un doble sentido involuntario, como cuando un israelí dijo "¿podría detenerle un momento?" y un palestino comentó "voy a hacer que estalle la reunión en este punto").

Cuando llegue el día de sentarse con los sirios, las caras estarán rígidas y serias en ambos lados de la mesa de negociación. También están así, según dicen, los palestinos con los saudíes. Pero aquí, en el hotel a orillas del mar Muerto (un miembro del Kneset israelí, Chaim Oron, y un ex ministro del Gobierno palestino, Yasir Abd-Rabbo, van por ahí en sandalias y pantalones cortos) nos parecemos más a una pareja que lleva mucho tiempo casada y se encuentra en la sala de espera del abogado que lleva su divorcio. Ellos y nosotros podemos bromear juntos, gritar, burlarnos, acusar, interrumpir, poner una mano en el hombro o en la cintura, arrojarnos invectivas mutuas, y una vez o dos hasta derramar una lágrima. Porque ellos y nosotros hemos experimentado 36 años de intimidad. Sí, una intimidad violenta, amarga y perversa, pero intimidad, porque sólo ellos y nosotros, no los jordanos ni los egipcios, y ciertamente no los suizos, sabemos exactamente cómo es un control de carreteras y cómo suena un coche bomba, y exactamente qué dirán de nosotros los extremistas de ambos bandos. Porque desde la Guerra de los Seis Días estamos tan cerca de los palestinos como un carcelero lo está del prisionero que lleva esposado a su lado. Un carcelero con la muñeca esposada a la de un prisionero durante una hora o dos es cuestión de rutina. Pero un carcelero que se esposa a un prisionero durante 36 largos años ya no es un hombre libre. La ocupación también nos ha robado a nosotros la libertad. Esta conferencia no estaba pensada para inaugurar una luna de miel entre las dos naciones. Muy al contrario, estaba pensada para atenuar por fin esta perversa intimidad. Para redactar un acuerdo de divorcio equitativo. Un divorcio doloroso y complicado, pero que también abra las esposas. Ellos vivirán en su casa y nosotros en la nuestra. La tierra de Israel dejará de ser una prisión, o una cama de matrimonio. Será una casa para dos familias. El vínculo esposado entre el carcelero y su prisionero se convertirá en una relación entre vecinos que comparten un hueco de escalera.

Nabil Qasis, ex rector de la Universidad Bir-Zeit y ministrode Planificación de la Autoridad Palestina, es un hombre amable, introvertido y melancólico. También es un duro negociador. Quizá sea el único miembro del grupo palestino que no tiene tendencia a bromear o a intercambiar pullas suaves con los israelíes. Me para en la puerta del baño para decir: "Por favor, intente comprender; para mí, abandonar el derecho de retornar a las ciudades y aldeas que perdimos en 1948 supone cambiar por completo mi identidad a partir de ahora". Realmente "intento entender". Lo que las palabras significan es que la identidad de Qasis está condicionada a la erradicación de mi identidad. Después, durante una discusión en la sala de reuniones, Nabil Qasis levanta la voz y exige que la palabra "retorno" aparezca en el documento. A cambio, él y sus asociados aceptarán que la palabra vaya acompañada de reservas. Avraham Burg, un religioso laborista miembro y antiguo portavoz del Kneset, también alza la voz. Él también está enfadado: que Nabil Qasis renuncie a parte de su identidad nacional de la misma forma que yo, Avraham Burg, renuncio por la presente nada menos que a una parte de mi fe religiosa, en la medida en que estoy dispuesto a aceptar, con el corazón roto, la soberanía palestina sobre el Monte del Templo.

Por mi parte, digo que, en lo que a mí respecta, "retorno" es un nombre en clave para la destrucción de Israel, para el establecimiento de dos Estados palestinos sobre sus ruinas. Si hay retorno, no hay acuerdo. Además, yo sólo tomaré parte en un documento que contenga un reconocimiento explícito del derecho nacional del pueblo judío a su propio país. Éste fue uno de los muchos y duros momentos de crisis que vivimos durante la conferencia. Al final, ni la expresión "derecho de retorno" ni la palabra "retorno" aparecen en el documento. Éste habla de dar una solución integral al problema de los refugiados palestinos, fuera de las fronteras del Estado de Israel. Además, el documento que nosotros firmamos, la Iniciativa de Ginebra, reconoce, inequívocamente, el derecho del pueblo judío a su propio país, al lado del Estado del pueblo palestino. Que yo sepa, nunca hemos oído a un representante palestino pronunciar las palabras "el pueblo judío", y ciertamente no hemos oído una palabra de reconocimiento del derecho nacional del pueblo judío a establecer un Estado independiente en la tierra de Israel. A las dos y media de la madrugada, después de la decimoquinta taza de café, en un descanso entre discusión y redacción, y entre discusión y negociación, le digo a Yasir Abd-Rabbo y a varios de sus asociados: algún día tendremos que levantar un monumento a la terrible estupidez, vuestra y nuestra. Después de todo, vosotros podíais haber tenido un pueblo libre hace 55 años, hace cinco o seis guerras, hace decenas de miles de muertos -nuestros y vuestros- si hubierais firmado un documento similar a éste en 1948. Y nosotros, los israelíes, podríamos haber vivido en paz y seguridad hace mucho tiempo si en 1967 hubiéramos ofrecido al pueblo palestino lo que este documento le ofrece ahora. Si no nos hubiéramos embriagado con la victoria posterior a las conquistas hechas en la Guerra de los Seis Días.

No hay razón alguna para la histeria que quienes se oponen al documento están fomentando ahora. Sus autores saben muy bien que Sharon y su Gabinete son el Gobierno legal de Israel. Que su iniciativa, fruto de dos años de negociaciones llevadas a cabo en estricto secreto, no es más que un ejercicio. El objetivo del ejercicio es exclusivamente presentar a la opinión pública israelí y palestina una ventana por la que puedan ver un paisaje diferente; no más coches bomba y terroristas suicidas, y ocupación, opresión y expropiación, no más guerras y odio interminables. Por el contrario, he aquí una solución detallada y cautelosa que no deja de lado ninguna de las cuestiones fundamentales. Su argumento principal es: nosotros ponemos fin a la ocupación, y los palestinos, a su guerra contra Israel. Nosotros renunciamos al sueño del Gran Israel y ellos renuncian al sueño de la Gran Palestina. Nosotros cedemos la soberanía en partes del territorio de Israel en las que tenemos puesto el corazón, y ellos también. El problema de los refugiados de 1948, que realmente se encuentra en el centro de nuestro problema de seguridad nacional, se resuelve general, completa y absolutamente fuera de las fronteras del Estado de Israel y con una amplia ayuda internacional. Si se pone en marcha esta iniciativa, no quedará en Oriente Próximo un solo campo de refugiados palestinos, afligido por la desesperación, el descuido, el odio y el fanatismo.

En el documento que tenemos en la mano, el bando palestino acepta de manera contractual, definitiva e irrevocable que no tiene y nunca tendrá reivindicaciones futuras contra Israel. Al final de la conferencia, después de firmar la iniciativa de Ginebra, un representante de Tanzim nos dijo que quizá veamos en el horizonte el final de la guerra de los cien años entre judíos y palestinos. Será sustituida, dijo, por una amarga lucha entre aquellos de ambos bandos que promueven la negociación y la paz, y la coalición fanática de extremistas israelíes y palestinos. Esa lucha está ahora plenamente vigente. Sharon la abrió incluso antes de que se publicara la iniciativa de Ginebra, y los líderes de Hamás y de la Yihad Islámica se apresuraron a respaldarlo, usando el mismo vocabulario insultante. ¿Qué no tiene el documento de Ginebra? No tiene dientes. No es más que cincuenta páginas de papel. Pero si la opinión pública de ambas partes lo acepta, mañana o pasado mañana, descubrirá que la parte más dura de negociar la paz ya está hecha. Casi hasta el último detalle. Si Sharon y Arafat quieren usar este documento como base para un acuerdo, sus redactores no insistirán en pedir derechos de autor. Si Sharon presenta un plan diferente, mejor, más intrincado, más patriótico, que también sea aceptado por el otro bando, que lo haga. Le felicitaremos. Y aunque Sharon, como todos sabemos, es un personaje de peso, mis amigos y yo lo llevaremos a hombros.

Amos Oz es escritor israelí. Traducción de News Clips. © Amos Oz, 2003.

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