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Perpetuamente católica

Mientras en las instituciones europeas se medita el alcance que puede llegar a tener la sugerencia del Papa -inevitablemente reacio a tolerar un nuevo desafío laico a la historia de Roma-, la clase política mallorquina se centra en sus propias urgencias y celebra su Diada nacional (el 12 de septiembre) en el interior de la catedral.

A los artífices de la Constitución europea les inquieta pensar que una precipitada concesión diplomática hubiera permitido en el futuro algún tipo de discriminación contra ciudadanos agnósticos o simplemente indiferentes, pero esta prevención sólo tiene sentido para los que ven en el laicismo el valor de un derecho y no la arrogancia de un descreído. Sin embargo, a los políticos españoles acostumbrados a comulgar con los hábitos de la tradición, que no entienden la diferencia entre creencia religiosa y ceremonia civil, nada va a parecerles más natural que presidir una misa en honor de la Virgen. Aunque afuera, fumando un pitillo, esperen los ciudadanos que no se sienten particularmente invitados a participar en los misterios de la fe. De este modo hacen realidad la revolucionaria predicción de la Constitución de Cádiz: "La religión de la nación española es y será perpetuamente católica, apostólica, romana, única verdadera".

Si Jordi Pujol sube a Montserrat, Jaume Matas a Lluc, Fraga a Santiago, José María Aznar a Silos y Arzalluz a Aránzazu, muy poco nos costará adivinar cuál es la contribución española al gran debate constitucional europeo. Pero hubo un tiempo en que no todos los ciudadanos rezaban con tal unanimidad detrás de sus líderes políticos y algunos pensadores buscaban una explicación del mundo que refutara las complacencias del dogma dominante. De hecho, si uno se pasea por el cementerio de Palma descubrirá vestigios de una época en la que se discutían con elocuencia los libros de Voltaire, se estudiaban las lecciones de la Ilustración y se esperaba que la incipiente democracia acabara separando los poderes eclesiásticos de los poderes civiles.

Los restos mortales de esta ingenuidad decimonónica no yacen en el camposanto, sino detrás de la tapia que la Iglesia mandó levantar para apartar los huesos de los que morían sin el debido auxilio sacramental. Uno de estos enterrados-desterrados se llamaba Miguel Quetglas y Bauzá, y aunque sobre su fosa se levanta un bello obelisco, el único testimonio que hoy da fe de su paso por la tierra es la leyenda anónima esculpida en su lápida: "Al intrépido soldado del libre pensamiento. Al gran apóstol del principio federalista. Al modesto hijo del pueblo Miguel Quetglas y Bauzá. Sus correligionarios en testimonio de respeto y admiración ofrecen el tributo de su alta gratitud".

Su entierro, en febrero de 1872, fue el primer funeral laico que se celebró en la ciudad de Palma y congregó a más de 30.000 vecinos apenados por la pérdida de su gran orador ilustrado. Político y periodista poseído por las ilusiones que dieron forma al siglo XIX, entusiasta partidario de la educación universal y del laicismo, Miguel Quetglas depositó toda su confianza en el implacable vaticinio de la razón: abatida la ignorancia, en disciplinada sucesión lógica, llegará la libertad, la igualdad y la felicidad.

Miguel de los Santos Oliver, en su elogio de la provincia, lo trata con displicencia cuando evoca "el cortejo fúnebre sin cruz parroquial ni acompañamiento de sacerdotes, en que figuraban músicas, comisiones, gremios, logias y sociedades en pleno", y lo recluye en un triste osario al desdeñar su "redentorismo sentimental y su vago socialismo nebuloso".

Inspirándose en las reflexiones de ilustres predecesores, como las de Tom Paine en La edad de la razón, Miguel Quetglas publicó en 1869 un opúsculo para impugnar la superstición, el oscurantismo, la sumisión ante el absurdo y la confiscación del orgullo intelectual que sus contemporáneos aceptaban como requisito de la decencia social. En La cuestión religiosa, Quetglas considera que la cultura democrática es el único pacto social capaz de articular en una sola medida ciencia y derecho, pero dedica su afán polémico a desbrozar confusiones más espesas. Así, separa al clero del espíritu religioso, a la Iglesia del Estado, al Dios pensado del Dios dictado y a la Creación bíblica de la curiosa obviedad del mundo.

Leyéndole con la prudencia quetoda convicción debe inspirar, uno se pregunta si hombres como éste dejaron en la isla algo más que tumbas olvidadas, pero se comprende muy bien que la posteridad haya querido borrar sus huellas. El retrato que la ciudad le dedicó al fallecer fue descolgado furtivamente de las paredes del salón de sesiones del Ayuntamiento de Palma sin que nadie lo haya echado de menos desde que en 1978 fue anunciada la actual Constitución.

De un país sentenciado a ser perpetuamente católico no deben esperarse gestos sinceros en favor de la libertad de cultos ni alabanzas a la enseñanza que omite las hipótesis de la imaginación teológica. Se toleran algunas disposiciones de obligado cumplimiento, se soporta el hedonismo ateísta de la industria del espectáculo, pero el énfasis laico siempre será considerado una extravagante impertinencia. Y como no puede tolerarse que un agravio quede impune, el cerco que agobia a los disidentes se irá estrechando poco a poco hasta estrangularlos en el más allá. El incordio póstumo que padeció hace meses un tardío discípulo de Miguel Quetglas pertenece ya a la historia universal del sarcasmo. Su testamento intelectual es brevísimo y cualquiera puede leerlo en la lápida que ordenó colocar sobre su tumba: "El catolicismo es un sistema de prostitución espiritual". Al fallecido nos lo imaginamos expirando con una irónica sonrisa y dejando en herencia toda una teoría sobre el sentido del humor que reverbera en los reinos de ultratumba. Pero a sus vecinos de Santa Margalida no les hizo gracia el mensaje del muerto y procedieron a enterrarlo por segunda vez. El párroco declaró que "todas las opiniones son respetables" y así expuso la futilidad de un anticlericalismo caducado. El PSOE, que se apresuró a terciar en este asunto, consideró más adecuado exigir "la retirada de la lápida que escandaliza al pueblo". Porque en un país perpetuamente católico ni la izquierda puede honrar a los librepensadores. Aunque hayan muerto.

Basilio Baltasar es editor.

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