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Columna
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Pasión política

Se ha dicho, con razón, que el éxito de las instituciones democráticas depende de que exista una minoría suficiente de demócratas activos y responsables que las mueva. Esto es radicalmente cierto. No hay sistema institucional democrático que pueda sostenerse sin una minoría suficiente de demócratas que las habite y las haga funcionar. Una minoría no en el sentido aristocrático del término -un pequeño y exclusivo grupo de notables- sino en un sentido estrictamente aritmético: un mínimo de personas, un número suficiente de personas activas y responsables. Por eso, podemos replantear así la tesis con la que abrimos estas líneas: las instituciones democráticas tendrán más éxito -serán de mejor calidad- en la medida en que la minoría necesaria de demócratas activos y responsables que las mueva tenga tendencia a ampliarse hasta alcanzar, al menos como horizonte ideal, a la totalidad de las ciudadanas y los ciudadanos.

Por encima de todo, la democracia es una cuestión de cultura y de práctica. Como recuerda Rubio Llorente: "Ninguna Constitución puede garantizar la existencia de un buen gobierno. Sin buena sociedad no hay buenos gobiernos y, por tanto, es inútil tratar de conseguirlos mediante obras habilidosas de ingeniería constitucional". La democracia es democracia en acción, o no es nada. Por eso, una ciudadanía comprometida con lo público es la condición sine qua non para la democracia. De ahí la lógica preocupación con que recibimos aquellos diagnósticos que nos hablan de la creciente debilidad del compromiso ciudadano en las democracias occidentales: a) en términos generales, salvo en coyunturas de fuerte tensión social o política, los niveles de abstención son elevados; b) la afiliación a partidos, lo mismo que a sindicatos, es irrisoria; c) la implicación de los escasos afiliados en la vida interna de los partidos es aún menor; d) aumenta la desconfianza hacia los dirigentes políticos, las instituciones políticas y, en general, hacia el proceso democrático mismo; e) los partidos se profesionalizan, transformándose en auténticas industrias políticas; etc.

Esta desafección, especialmente extendida entre los sectores más jóvenes, estaría en la base de una creciente desvalorización de lo público y, en consecuencia, de la despolitización de la vida social. Todo parece indicar que los tiempos de la pasión política (Ramoneda) han quedado atrás y hoy, más bien, vivimos un tiempo de indiferencia.

Sin embargo, responsabilizar sólo o fundamentalmente a la ciudadanía (más privatista, más egoísta, menos comprometida que antaño) de la crisis de la política democrática no es ni justo ni inteligente. No es justo porque, en muchas ocasiones, lo que se interpreta como manifestaciones de antipolítica son, en realidad, manifestaciones de antipartitocracia, expresión de una demanda de más política, en el sentido de mayor participación democrática por parte del ciudadano común. La lectura el pasado domingo de EL PAÍS es suficiente para afirmar que la carga de la prueba de la crisis de la democracia ha de recaer sobre los políticos y la política institucional, antes que sobre los ciudadanos. Páginas 2 y 3: crisis política en Portugal, con escándalos de corrupción económica y dirigentes políticos implicados en casos de pederastia; página 4: en Bolivia un nuevo presidente sustituye a Sánchez de Lozada, huido a Estados Unidos junto con varios de sus ministros; página 28: el 90% de los donativos que reciben los partidos políticos españoles son anónimos y opacos.

Nada de esto exculpa a una ciudadanía que en Madrid (página 18) parece dispuesta a dar la mayoría absoluta a Esperanza Aguirre, a pesar de que el 83% cree que en esa comunidad hay problemas de corrupción urbanística y de que sólo un 17% de los madrileños cree que el PP puede solucionarlos. Pero si hay que empezar por algún lado, si de verdad hay voluntad de salir de esta otra pasión política en la que estamos instalados, de esta democracia crucificada, agónica y sufriente, hay que dejar de una vez por todas de culpabilizar de lo que pasa a quienes, en todo caso, son víctimas y producto de una política-basura cuyo origen no está en la ciudadanía.

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