El cristal con que se mira
En el mes que llevo en Washington DC me ha impresionado la falta de equidad con que, casi sin excepciones, los grandes medios de comunicación de Estados Unidos informan sobre el conflicto palestino-israelí. En los diarios y en la televisión se da cuenta detallada de los estragos y tragedias que causan en la población civil de Israel los atentados suicidas de los terroristas palestinos y el estado de inseguridad, pavor y tortura psicológica en que, por culpa de la inconmensurable crueldad de esos fanáticos de Hamás y de la Jihad Islámica convertidos en bombas humanas que hacen volar autobuses, cafés, discotecas, hospitales, vive la sociedad israelí. Las imágenes de la televisión suelen ilustrar de manera conmovedora el calvario de esas familias de Jerusalén, Haifa, Tel Aviv o de los asentamientos, destrozadas por los asesinatos colectivos de inocentes en que perecen niños, ancianos, inválidos. La semana pasada, The New York Times reseñaba el dramático testimonio de un rabino jerosolimitano, refiriendo el sobresalto permanente de las gentes de su ciudad que, en el asiento del ómnibus, la mesa del restaurante o el cinema, tienen todos sus sentidos alertas, esperando la deflagración asesina, de esas vidas a las que el terror ha ido vaciando de alegría, ilusiones, confianza y confinado en la angustia y el miedo. Era difícil no leer ese artículo sin sentirse sobrecogido.
Pero sólo de manera excepcional, y por lo común con brevedad y a la carrera, aparecen informaciones sobre los estragos y tragedias que hace padecer a la sociedad civil palestina la ferocidad con que el Gobierno de Ariel Sharon responde a esos ataques terroristas. El norteamericano promedio, que no lee prensa europea ni ve la BBC, o las noticias de las televisiones francesa, alemana, italiana o española, como hago yo, probablemente desconoce que los bombardeos de los helicópteros israelíes contra las casas de reales o supuestos terroristas palestinos causan muchos muertos inocentes, y que la demolición sistemática de viviendas y la deportación de implicados en actos de violencia dejan en el desamparo -y a veces sepultadas bajo los escombros- a familias tan inermes e inocentes como las que mueren en los atentados contra civiles de los fanáticos palestinos.
Sólo pequeñas minorías de políticos o intelectuales de Estados Unidos están al tanto de la agresiva política de multiplicar los asentamientos en territorio palestino que, desde que asumió el poder, Sharon lleva a cabo, con olímpico menosprecio de las llamadas de atención (tímidas, es cierto) que le hace al respecto su mejor (y único) aliado, el Gobierno norteamericano, explicándole lo que el líder del Likud sabe de sobra y por lo visto quiere que ocurra: que debido a esa política jamás haya una verdadera paz en el Oriente Medio. Para los ciudadanos comunes y corrientes de este país está clarísimo que Arafat es un gran obstáculo para la paz, por su trayectoria sinuosa y su complicidad con iniciativas antidemocráticas y violentas. Pero muy pocos sospechan que se puede decir exactamente lo mismo de Ariel Sharon, lo que no ha sido obstáculo para que una mayoría de sus conciudadanos respalde su extremismo, exactamente como ocurre con Arafat.
"Las cosas son según el cristal con que se miran", solía decir mi abuelo Pedro, al que le encantaban los refranes. Si el conflicto palestino israelí se mira de esta manera sesgada que reseño es difícil, para no decir imposible, que la opinión pública de Estados Unidos presione a su Gobierno para que éste, a su vez (el único que puede hacerlo en el mundo) presione al Gobierno israelí a que cambie de política de modo que pueda entablarse una negociación entre Israel y la Autoridad Palestina con alguna esperanza de éxito. Es verdad que la intransigencia y el maximalismo no son sólo atributos de Sharon y quienes lo secundan, sino, también, de sectores crecientes de la sociedad palestina, a la que la frustración de una situación que no parece tener salida y las infinitas penalidades han ido echando cada vez más en brazos de los extremistas. Pero lo cierto es que en Israel ha ocurrido otro tanto y esto ha hecho que la causa israelí, desde la toma del poder por el Likud, haya perdido la superioridad moral y cívica que conservó hasta los acuerdos de Oslo que firmaron Simón Peres y Rabin. Los asesinos de este último sabían lo que hacían.
La parcialidad de la información respecto a Israel es el factor determinante para que el Gobierno de Estados Unidos no pueda facilitar un acuerdo de paz, algo que sólo él está en condiciones de lograr por la influencia que ejerce sobre los dos adversarios, pues la Unión Europea ya no es considerada un interlocutor válido por la clase política israelí, convencida de que aquélla ha tomado el partido del enemigo y está infiltrada de antisemitismo. ¡Como si criticar al nefasto Gobierno de Sharon -el peor enemigo que haya tenido la causa de Israel desde que llegaron a Palestina los primeros sionistas-, algo que hacen felizmente muchos israelíes lúcidos y demócratas, implicara solidarizarse con los puñaditos de neonazis que queman sinagogas o pintan cruces gamadas en los cementerios europeos!
Mientras este estado de cosas no se reforme, muy pocos políticos estadounidenses se atreverán a desafiar los truismos que los medios han inculcado a la opinión pública de este país sobre el conflicto palestino israelí. Pues el precio que pagan por ello es alto. Que lo diga, si no, el ex gobernador de Vermont, Howard Dean, que estaba punteando la lista de precandidatos del Partido Demócrata para la elección presidencial y que, en un debate televisado con los otros precandidatos, hizo una afirmación que, a mí al menos, me pareció atinada e irrefutable: que si Estados Unidos quiere ejercer una influencia decisiva en la solución de aquel conflicto que tiene en vilo al Medio Oriente es indispensable que guarde una posición neutral entre las dos partes en pugna. El senador Joseph Lieberman, otro precandidato, lo acusó dequerer subvertir una línea de conducta diplomática de Estados Unidos respaldada por cincuenta años de ejercicio, y, tras él, las críticas que llovieron sobre Howard Dean fueron tan duras que el gobernador debió hacer una discreta marcha atrás. Ni por ésas: ha bajado en las encuestas y los medios, que habían acogido con simpatía sus gestos y pronunciamientos -radicales en temas sociales y conservadores en política fiscal-, ahora casi no hablan de él.
No estoy insinuando siquiera que haya una "conspiración judía" que mantenga secuestrados a los medios informativos estadounidenses, sino que los lobbies que promueven la política de Israel en los Estados Unidos son extraordinariamente eficaces, en tanto que los palestinos muestran una ineptitud clamorosa para explicar y defender su causa. No por falta de recursos, desde luego, sino por desconocimiento de los mecanismos sutiles y complicados de las instituciones y costumbres norteamericanas y porque, a menudo, se han contentado con llegar a los pequeños cenáculos y tribunas de izquierda radical, lo que ha tenido el efecto contraproducente de alejarlos aún más de la opinión pública promedio, que es la determinante en la vida política. Uno de sus mejores voceros y que, gracias a sus credenciales intelectuales de alto nivel, solía hacerse oír -mejor dicho, leer- por un público amplio, Edward Said, acaba de morir, abatido por una leucemia que lo minaba desde hacía más de diez años, y esa ausencia va a acentuar todavía más la orfandad palestina en los medios de Estados Unidos.
Pero no hay que caer en el pesimismo de pensar que, siendo así las cosas, la monstruosa sangría que viven israelíes y palestinos seguirá hasta la agonía e inanición de ambos pueblos. Porque hoy, justamente, leo en las páginas interiores de The New York Times y The Washington Post una noticia a la que yo le habría dado la primera página: un grupo prominente de políticos de Israel y Palestina, encabezados por el ex ministro de Justicia israelí Yossi Beilin y el ex ministro de Información palestino Yasir Abed Rabbo, ha redactado un simbólico Acuerdo de Paz que será firmado dentro de unas semanas en Ginebra. Los principales puntos del Acuerdo establecen que el Estado palestino comprendería toda la Franja de Gaza y casi toda la orilla occidental del Jordán. La capital estaría en el sector árabe de Jerusalén Oriental. Israel conservaría unos veinte -entre los más grandes- de los asentamientos que tiene en la orilla occidental y compensaría por ellos a los palestinos cediéndoles tierras en la región sureña del país. Israel cedería también el control de la Gran Mezquita o Noble Santuario en la ciudad vieja de Jerusalén, pero retendría la soberanía del Muro de las Lamentaciones. Sobre el espinoso tema de los refugiados de la guerra árabe-israelí de 1948 y sus descendientes, el Acuerdo de Paz establece que podrían elegir entre vivir en el Estado Palestino, en un tercer país o recibir una compensación por los bienes perdidos. Pero deberían renunciar a reclamar sus viviendas dentro de territorio de Israel.
Aunque el Gobierno de Sharon se ha apresurado a rechazarla, y aunque Arafat no se haya pronunciado sobre ella, no hay duda que ésta es una iniciativa sensata. Además de presentar fórmulas razonables, susceptibles de ser perfeccionadas, tiene la gran virtud de romper el impasse en que la preponderancia de los extremistas en ambos bandos ha llevado a las negociaciones de paz. Ella nace del seno de la sociedad civil y la auspician esos sectores que no se han dejado enajenar por la histeria violentista que ha echado raíces profundas en ambas sociedades, por culpa de quienes creen que, mediante la fuerza y el terror, pueden imponer una solución unilateral a ese trágico desgarramiento que ya ha hecho llamear el Medio Oriente y podría incendiar al resto del mundo. La comunidad internacional debería apadrinarla.
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