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ELECCIONES EN MADRID
Columna
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Quita y pon

Sufrí la actuación de la cuadrilla y de su capataz salvaje en la explanada de la estación de Atocha. Como se habían convocado nuevas elecciones a la presidencia de la Comunidad de Madrid, se limitaban a excavar hasta el estrato fenicio. Allí admiraban la ingravidez de las palanganas tributadas por los eunucos a cambio de la camisa incorrupta de Isabel y Fernando, cuando el trono de los Boyardos, en la mira de los puñales bizantinos y de la chilaba por encima de la rodilla, peregrinaba desde Canarias a la Península a hombros de cartagineses.

Tras limpiar de polvo esos residuos con un plumero de la restauración canovista que con astuta anticipación diseñó Salvador Dalí, los obreros subían a la superficie y al son de A las barricadas cerraban lo que habían destapado. Se trataba de una operación impopular, pues el pavimento nunca volvía a su estado anterior, y eso hacía que la glorieta de Atocha -una llanura lisa como la palma de la mano, así la ensalzan los anales más respingones- tomara arrugas de cordillera en los puntos elegidos por el capataz de la cuadrilla para agujerear y recomponer.

Esta afrenta a la fisonomía de la estación ha de acabar cuando termine el desasosiego de candidaturas y mítines. El día siguiente a la victoria de la dama de los tres sueldos oficiales, está previsto que la cuadrilla deje de manosear el perímetro de Atocha y, a impulso del favorable viento y con la bendición de las jerarquías civiles y eclesiásticas, penetre por las galerías subterráneas del paseo del Prado, de la Puerta del Sol y de las calles de la Montera y Hortaleza hasta la plaza de Alonso Martínez. Allí emergerá lo que Dios quiera, que nadie es quién para predecirlo. Y una vez inaugurado el portento por el ministro de turno con el corte de la cinta, los aplausos de la calle de Génova y el pasodoble de banda, la cuadrilla cambiará el frac por el mono de faena y, en trayecto inverso al seguido, intentará colocar en su quicio los cimientos removidos por su empuje. No es labor fácil, porque el ímpetu ciego de estos Atilas descabala lo que encuentra en su avance con más rapidez de lo que cuesta rearmarlo. Además, ya se sabe que los afectados exageran sus perjuicios a la hora de reclamar dinero.

Sería una lástima que sus reivindicaciones adquiriesen un perfil bronco, bien distinto del que hace más de un siglo adoptaron los damnificados por las ocurrencias de la piqueta pública. Sin alejarnos del lugar donde ahora se proyecta abrir en canal la ciudad: recuérdese la celebérrima construcción de la actual Gran Vía, esa hendidura inferida al conglomerado de vericuetos que entonces la ocupaban.

Pues bien, antes de que el municipio emprendiera su destrucción -con el consiguiente exterminio de un modo de vida pobretón y promiscuo, pero bendito de Dios-, un ingenio de esta Corte hizo chulapas a esas calles condenadas a muerte por la reforma y las sacó al escenario del teatro Felipe con su nombre en un cartelito a denunciar su desamparo mediante la finísima polca del maestro Federico Chueca. Aunque, como suele ser norma en la zarzuela de género, no hay quien entienda el recitativo cuando se le pone música, con lo que el espectador se perdía el gracejo de la protesta contenida en el libreto del señor Pérez González.

Retengan el ejemplo de esas calles inmoladas para entender mi problema. Yo soy un fresno de toda la vida, con lo que quiero decir que a mí me han regado israelitas y árabes, sajones y normandos, purpurados y góticos, incluso los carlistas de pura sangre que tenían un conflicto con los urinarios españoles. Lejos de repudiar tan diversos fluidos, los acepté sin rechistar y renové mis hojas caducas con tiernos capullos. Así cumplía con mi naturaleza, mas no estaba a salvo de la inseguridad forestal. Desde que en Madrid manda la gente de honor, en la calle no hay ley. No me extrañó, por tanto, que la cuadrilla de Atocha, aburrida de practicar boquetes, me talara y no supiera dónde meterme. Al fin y al cabo, los madrileños estamos condenados por nuestros capataces al desahucio y la trashumancia. Sólo me preocupó, por la dichosa vanidad, mi futuro emplazamiento.

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Y en esa expectativa de destino sigo por suerte, ya que otros no lo cuentan. Huyendo de mis verdugos, me instalé en la calle de Postas, esquina a la de Pontejos y, como es peatonal, he cambiado de raíces. Ahora no soy árbol, sino mimo, de esos a los que sólo altera su impasibilidad las monedas que reciben. Quedo, pues, a merced de los vaivenes bursátiles, como antes lo estuve de la especulación inmobiliaria. Desde mi atalaya -orientada a la serenidad de la plaza Mayor, que templa mi zozobra de desubicado- no me percato de las maniobras de la cuadrilla, que debe andar sodomizando por Loeches. La padeceré si los que se forran con el quita y pon ciudadano ganan las elecciones. Mas si, como deseo, las pierden y se les desmonta el negocio, lo mismo siento cabeza.

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